Torpes Dribblings

Torpes dribblings

Es el juego de amagar y cruzar, sin que te atrapen los de la migra, por supuesto.

De la misma forma que mantengo distancia y cautela con los Big Mac, el ketchup y los smoothies, tengo mis reservas contra el juego intimidante de Shaquille O´neal. Será porque desde niño no me avengo con la producción masiva de pollos en las granjas -no sé si por su fofa cercanía con The Monkees, Schwarzeneeger o el maravilloso mundo de Disney-. Como la danza, el baloncesto le exige al jugador habilidades para expresar sus emociones a través del cuerpo. A todos, estoy consciente, en la infancia, no nos mecieron la cuna con la misma gracia. Ginobilli, Rashedd, Wade o Arroyo, sin entrar al terreno de los íconos del género, no me dejan mentir.

El punto es que, de todo corazón, no quería que ganaran los Heat de Miami. Tal vez -como dice mi amigo Praxis-, porque soy un dinosaurio en constante contradicción con la cultura «bubble gum» y la exaltación del mesianismo individualista, entiendo que, en la destreza para mover, retener, pasar o interceptar el balón en el lugar y en el instante estratégico, reside la gracia de este juego. Claro, para anotar puntos, tiene que salir a flote el tigre o la mariposa que le late en la caja del pecho a cada jugador. No es lo mismo el perreo que la contradanza.

Ahora me debato entre Detroit y San Antonio. Me gusta el juego al inocente con el que Tim Duncan arremete contra el aro, pero me seduce la malicia con la que Rashedd Wallace saca sus alas blancas al mismo tiempo que las uñas. Es el juego de amagar y cruzar, sin que te atrapen los de la migra, por supuesto. Propinarle al oponente la contusión que, a todo coste, debes evitar que él te infiera a ti. Ni pensar que intento convencer a alguien de que un juego, tan rudo y estresante como el baloncesto, coquetea con el arte y la sensualidad. Es un juego solamente. Como la vida, en la que se gastan millones para la muerte.

Y la vida, precisamente, está llena de contradicciones. En pie de guerra está La Paz. Son más ligeros los taxis en el mar que en las calles de La Habana. Por la pureza de la raza, los indios claros cortan cabelleras en Quisqueya. En Darfur, Guatemala o Ciudad Juárez anda suelta la muerte por el día. En fin, si sucediera que, gracias a la destreza de Ginobilli y de Parker, ganara San Antonio, su aporte no mejorará la situación del inmigrante en Texas ni en el resto de los estados de la Unión. Tampoco ayudará a negros y musulmanes el aguerrido esfuerzo de los Wallace de Detroit. Gane quien gane, por cada $7.90 dólares de ayuda que reciban los pobres del mundo, la industria armamentista recibirá $100.

El Caribe 11 de junio 2005