Todos Somos Carlos

Todos somos Carlos

Si la ternura fuera un trazo rojo intenso golpeándonos la vida con locura, todos conoceríamos a Carlos

No atino a recordar ni lugar ni momento preciso de mi primer encuentro con Carlos. No creo que tenga importancia ahora. Lo conocí. Puedo contar cientos de historias llenas de colores ocres, pardos, mustios, relacionadas con Carlos, relacionadas con una resbalosa realidad que, aunque se intentara empañar con óleos o acrílicos, tiene color y vida. Pero no las contaré. Pudiera hablar del día que la contadora entró corriendo a mi oficina para anunciarme que, agresivo, Carlos andaba destruyendo azules y rojos intensos en plena calle. Venga a ver -me dijo-, acaba de quebrar un cuadro, tiene unos ojos rarísimos. «El rojo es amor, René» -me desarmó Carlos, con su mirada de niño sorprendido en el instante mismo en que acaba de derramar la leche sobre el punto de cruz que bordaba la abuelita. Pero no, tampoco hablaré del día que, pálida como una lámpara, la recepcionista llamó a Juan Freddy porque Goico -«por amor»-, quiso pintar un fresco con su sangre sobre la alfombra de la agencia…
Si la ternura fuera un trazo rojo intenso que nos golpeara la vida con locura, todos conoceríamos a Carlos.   Si la alegría fuera un pez chorreando de azul por la avenida de la tarde que se puebla de amarillas consecuencias, todos soñaríamos con Carlos.  Si la ciudad fuera un lienzo, plácidamente extendido sobre el baldío lleno de verdes juguetones, todos amaríamos a Carlos. Si las islas -sin fronteras, todas- fueran un jardín flotante con un rey manco, con la sonrisa rota de miel y mariposas, todos le temerían a Carlos.   Pero, ¿quién le teme a un trazo afónico con la sonrisa trunca, como las uvas de la ira, mal calzado y mal peinado?   ¿Quién se ocupa de un duende que, una tarde de lirios y margaritas, tratando de pillarle un guiño a la Vía Láctea, perdió el tren y se quedó sin calendario en el andén?
¿Y, a fin de cuentas, quién viene a ser el desdentado Carlos, en cuestión? ¿De dónde diablos viene? ¿Adónde va?   Todos, a tiempo completo, lo ignoran. Y, aunque se hagan de la vista gorda, Carlos existe. Pinta. Se desangra y nos estruja la vida con todos sus matices. Todos soñamos con él y, sin verlo, lo miramos cada día, en cada trazo suelto, en cada esquina.   Y, aunque le amarguemos el azúcar, él, sin intentarlo, nos endulza la existencia. Carlos Goico es así: mágico y manso. En la inmancable compañía de sus héroes mitológicos, sus pinceles, sus colores y sus lienzos, viene y se va por los recodos de las horas y el silencio. Todos somos Carlos.

Sabado 21 de agosto del 2004 El Caribe