Sueños Que Sueño

Sueños que sueño

No hay manera de controlar al otro que pretendemos ser del otro lado del espejo. sobre todo si no se miente nunca

¿Vuela el ave ante el asedio de la nada? ¿O es cierto que el placer -decía Bataille- empieza en el momento en que el gusano se aloja en la fruta? No lo sé, sólo imagino a Adán babeando ante las torres y a Eva, toda ella, dueña y señora de las frutas del paraíso, punteando firmes sones con su andar sobre la tarde, minutos antes de que Adán, loco perdido, nada, nada y nada buzo en sus senos.
Una vieja canción, tal vez, o el potro alado de unos dedos, pulsando a todo tren las teclas que conducen por los caminos de la perdición, el desenfreno o la paz. Ritmo, tensión y, lo que el viejo Barthes llamó con ese nombre propio que -según él- se advierte más en el lugar donde el vestido se abre y deja que uno -todo ojos y a toda vela- se lance a navegar plácidamente por las aguas del goce, disfrutando a rienda suelta lo que normalmente no se ve.  Cuán nocivo, aburrido, soso y antierótico resulta el desabrido juicio de los justos. Sobre todo el de los jueces.  Empezando por los de la santa inquisición que se llevaron de paro a Galileo por defender las tesis de Oresme. Los de ahora, todos los jueces y el sano juicio de los jueces -el más insano y perverso de todos- que raramente ríen. La historia puede nadar en las afueras de la historia que -a tono con Marguerite Duras- sucede por la ausencia de esa historia. Su lenguaje, sin lengua, se baña en las aguas infinitas de la imaginación lectora que va a la historia sin prejuicios sin carné de identidad y sin manualito de fórmulas preceptivas, dispuesta a construir y destruir todas las leyes y gozar, a todo viento, la desnudez de un texto que se deja leer por el gozo de gozarlo a toda sed.  La historia no es el vaso ebrio que nunca la contiene ni es la espuma ni es la sal ni el líquido o el gas que uno destila. Es tan relámpago, tan luz el poema, la historia -diría Gonzalo Rojas-. Igual da, liebre o luciérnaga. El poema es el poema, luz que brota de la lámpara y se bebe o se vierte hasta el filo de las tardes. Sin género ni sexo. Uno puede vivir en la montaña, y conformarse con la melodía del viento o de los pájaros filtrándose por entre las cortinas del follaje, pero no puede dejar de sentir las ráfagas de luz que desatan unos versos bien escritos sobre la piel de un libro al que uno entra para leer o leerse. También puede ser que, premonitorio, Borges se salga con la suya, una vez más. No hay manera de controlar al otro que pretendemos ser del otro lado del espejo. Sobre todo si no se  miente nunca. Ni siquiera cuando se dice la verdad.

Sabado 28 de agosto del 2004 El Caribe