Para Decir Adiós

Para decir adiós

Hay noches en que los ángeles repueblan las ciudades con la divina luz de su aleteo

Se necesita aliento y una escafandra para volar los indescifrables muros de la incomprensión y el desconsuelo. Una muchacha dulce cruza el infinito sin zapatos, sin cartera, con la inútil certeza de sus orígenes, sin portaminas sin reglas curvas sin las muñecas ni los apuntes. Un dedo trunco no dice nada y lo dice todo, rotunda la mirada sigue clavada en los balcones, las callejuelas y los antepechos de las casonas de la vieja ciudad. Uno a uno apilados los mil palitos chinos se pierden en el limbo con las pajaritas de papel. En medio de la noche, a nadie orienta un viejo reloj de sol. Pero cuánto sabe y cuánto calla sobre los duendes que rondan sobre el empedrado, bañándose en las aguas del casi olvido colectivo. Locos, perros, vagabundos y transeúntes sin nombre pueblan una historia que se pierde en la memoria de una arquitectura llena de misterios y polifonías. Se lo dije a Ramón en el costado de la catedral. Algo le faltaba al parque, ni siquiera noté si era que el Almirante había bajado el dedo. En el palacio de la esquizofrenia otros duendes oreaban sus camisas y sus vahos. Los creyones y pasteles de Goico y de Cestero brillaban por su ausencia, y entre el ir y venir no venía nadie entre la multitud. Nadie con calcetines rosa, con flores en el pelo, con la sonrisa rota en la estación del más lejano de los tranvías. Tal vez violaba un violonchelo la nerviosa calma de las palomas que murmuraban quién sabe qué sobre un alto ventanal en el Callejón de los Curas, y en los colmados seguía la gente buscando cada vez más frías motivaciones para apaciguar o estimular inciertos fuegos. Al otro lado, otra ciudad se deshilaba en autos y titilantes luces rojas. La Serie del Caribe animaba a muy pocos capitaleños, un sábado por la noche mana miel por los poros y la gente sale a las calles con la espoleta suelta. Más allá, mucho más, por debajo de la cruz del sur, mientras más de algún piadoso elevaba preces por la salud del Santo Padre, María Palafox hacía un alto frente al telar. Una quena india cruzó el aire con una melodía rota, casi apagada, y alguna que otra estrella dejó de alumbrar la noche que era igual en ésta y todas las ciudades donde lo mismo hay sol que lluvia, y amanece.
Martha y Pilar me ponen sobre aviso, hay noches que los ángeles repueblan las ciudades con la divina luz de su aleteo; las tejen, rediseñan, y sin coros solemnes retornan a morar en las cornisas.

Sabado 12 de febrero del 2005 actualizado el viernes 11 de febrero del 2005 El Caribe