Manjar Para Bocanegra

Manjar para Bocanegra

Quisiera decir nada cuando lo digo todo. Tam-poco digo nada, siempre digo tan poco que ya no sé lo que he dicho.

En el patio grande de mi casa grande, en el campo, Macorís lucía con soberbia tranquilidad el brillante y oscuro estremecimiento que, desde el hocico hasta la punta de la cola, le recorría toda la piel. Jamás mordió a nadie, sólo cuidaba a las gallinas y a los patos de la traidora tenazada del hurón u otro intruso. Después, todo era correr, jugar y enseñarnos por la noche el fragmento de algún canto, en un andén de sus ladridos. Vi pasar a Bocanegra, lo oí aullar por los callejones. Y sé que aún pena por las calles. Alguien dirá que provoca a la justicia y a las autoridades con la atonía de su canto, la prensa habrá de hacerse eco. Lo sé. Para poder contra el poder, habrá que ir -pasando por todas las escalas de azules y naranjas- del más claro al casi gris, perfilando alas y artefactos. Pintar la melodía en los amplios telares del aire. Cantar, danzar y trazar sendas en las paredes del viento. Aullar como los perros, sin vergüenza de mostrar sus vergüenzas.
«El dolor de los perros abandonados es el mismo en las calles caraqueñas, mexicanas o colombianas.»  Recuerdo que dijo, sin chistar, el ácido Vallejo al enterarse de que era el flamante ganador del Rómulo Gallegos. No hay disparo que valga, no hay discurso ni proclama que desbanque a funcionarios ni aguafiestas. Estamos tocando el fondo, y el piano duele en los huesos, tecla a tecla. ¿Qué hacer, cuando el pianista manco cojea sobre las fusas confusas y embarra las melopeyas? Subir la voz, ya no es recomendable. Los arcos, las tangentes del grito pueden sufrir delirios de curvatura, desvaríos. Hay que soltar los perros para que se deshilen en ladridos, muerdan en la entrepierna la debilidad de los aurigas de turno que, con abulia y desdén ni miran que nos pisan y enfangan desde el solio o el trono. No es que sea ducho en tan infecundos saberes, de vez en cuando nado sobre el filo de un puñal de sordo acero, aspiro a ser normal: más imaginativo, menos chato. Como el otro Vallejo, quisiera que la espuma, en vez del grito, me saliera. Quisiera decir nada cuando lo digo todo.
Quizás por ello, el también autor de «La virgen de los sicarios» soltó su sonoro buscapié, con un mensaje tan oscuro y tan difícil de descodificar, como de digerir el agua para saciar la sed. Aquí está el fuego, desátenlo con su lectura o déjenlo pacer en sus eternas llamas. Tal vez por eso. Tal vez porque tal vez, cuando los perros calmen su dolor, nos miren con ojos de piedad y nos rediman.

Sabado 20 de noviembre del 2004 El Caribe