Maí, Mimí

Maí, mimí

Era al sur, no tan al sur como la patagonia, una islita del Caribe devastada por los huracanes y sus «indignatarios».

Era al sur, no tan al sur, como la calle Atlántida de Ricardo Kleine, una pensión en la Jonas E. Salk, casi con Filomeno Rojas. Solíamos endulzar las tardes con enlatados de guayaba La Famosa. Luis, de vez en cuando, intentaba escurrirle la leche al agua, que en esos tiempos se embotellaba en litros que luego devenían en floreros; Piro, en cambio, aunque maldecía a la Banda Colorá, no dejaba de pegarle los cables al fatuo contadorcito de Montilla.
¿Y esto qué tiene que ver con el sirope de maíz? Nada, que yo sepa, en la Patagonia, la calandria, el río Neuquén y Lunita, llenan de inspiración al Kleine para que se cuestione mientras nos zarandea con sus de atrás palante. Pero en la Zona Universitaria de esos días, el amargor de las tardes no sólo lo ponían Neit Nivar, doble Pérez y Balaguer. La Gulf and Western destilaba su tufillo y su retama, y en los clubes culturales, los garrotazos eran rotundos argumentos para imponer la paz y la concordia. Nada que ver con la teoría del caos ni los hunos. Atilas era un niño de teta. Más que travestís, los hombres llegaron ser senadores y diputados. Mandaron más allá de la químicamente pura sus escatológicos principios y, poderoso caballero. ¿Que cómo se hace una sopa? ¿De qué les gustan las sopas a los señores embajadores y procónsules?  Ni idea de cómo se cuecen las habas en los fogones apagados del balaguerismo ilustrado, o trujillismo que es lo mismo. El asunto es que quería escribir sobre «Mi tierra, mi cielo» (Dunken, 2004). Poner en blanco y negro sujetos, predicados y complementos, describiendo la manera singular que tienen de atraparnos los kleitemas de Ricardo Kleine Samson; pero el surdesarrollo, los TLC, y los grandes trusts con sus presidentes CEOs, y sus amanuenses de abultadas chequeras y time sharing, no pierden tiempo en monemas ni fonemas. ¿Qué no le amarga a nadie el azúcar? Dirán los banilejos.  Qué sociedad, compañía o apellidos apadrinan los sagrados principios de los anegados ilegisladores que representan a los que han de consumir sabe Dios cuáles zumos. Pero ya lo dije. Era al sur, no tan al sur como la Patagonia. Era ¿o es, Ricardo? en una islita del Caribe, desvastada por los huracanes, y sus indignatarios -que cada cuatro años se reeligen para dar lectura a las mismas manías del tirano-, donde solíamos cada tarde, sin importarnos la dicción e indumentaria del vendutero, comprar maíz caliente y salado, por suerte.

Sabado 2 de octubre del 2004 El Caribe