René Rodríguez Soriano, Cazador De Montañas
mayo 11, 2015Yo estoy aquí, en Constanza, por dos razones para mí concluyentes. La primera es que nunca me he ido. Yo nunca me fui. Me trajo una vez, cuando atravesaba espantado los ríos celestes de la infancia con una brújula de chuflai que todavía me sirve, mi tío Arturo Espaillat, general y varón que aún duerme en mis bronquios agradecidos como el caballito en que me montó para galopando la alegría desde el Nueva Suiza hasta las regolas que conducen a la última verdad de los hombres. Arturo se fue, pero yo no me he ido. Me senté en la chorrera y todavía estoy pidiéndoles el saludo a los infinitos soldados del frío en el vivac sin jefes del asombro. Entonces aprendí que los cocuyos son los luceros del viento y que un hombre no puede renunciar a la divinidad.
Pero sobre todo estoy en Constanza porque vine a hacer pipí con René. Fue Oswaldo Guayasamín quien me contó, mientras volábamos en segunda de La Habana a Panamá, en un jet de Cubana que me aterrorizó hasta el último minuto, que Pablo Neruda, cuando se conocieron en una laboriosa parranda que no agotó jamás los vinos escolares, le dijo al oído: Oswaldo, ya somos amigos. Acompáñame que vamos a mear juntos. Ahora recuerdo los versos escritos a Matilde -En estas soledades hemos sido poderosos como una herramienta alegre o un perro que se revuelca en el rocío- y descubro por enésima vez que Pablo Fogonero hizo un oficio de decir cosas que sencillamente no se dicen, pero que decía siempre la verdad. Y ocurre que la verdad no se dice. Estamos autorizados a decirlo todo, a condición de que no juguemos con la verdad. Lo prohíbe el artículo 9 de la Constitución de la República, so pena de la vida o so pena de la honra, que es peor. Y como yo, a pesar de ingentes esfuerzos que merecerían sin dudas mejor suerte, aún no he aprendido a mentir, confieso desarmado que estoy en Constanza porque vine a hacer pipí con René.
Este ecuánime carpetoso fue el primero de todos nosotros que metió de contrabando en los folios olorosos a nafta y a alcanfor de las podridas letras nacionales -sin cédula, sin sellos, sin condecoraciones, sin Te Deum- a Tamacún, el Vengador Errante. René fue el primero de nosotros que sacó la lengua. Le sacó la lengua a la literatura, a los almidones doctorales de la literatura, y desde luego le sacó la lengua al batallón de Cazadores de Montaña, a los códigos sagrados de la moral y la escritura establecidas, a las muchachas que se perfumaban el mediodía con sus cundeamores cuando tenían que pedir oro de mierda por sus dulces oros inmortales, hasta que terminó por sacarle la lengua a la eternidad y a la maravilla de las golondrinas, quizás porque sabía que un escritor que como él acostumbra a tirar paqueticos no puede abrir gas y está condenado a sacarle siempre la más larga de las lenguas a la vida.
René llegó una mañana a las oficinas de Palotes y me dejó sobre el escritorio nevado un fajo de cuartillas. Después me invitó a almorzar en El Bodegón, en silencio los dos porque este cherchoso incorregible es hombre de pocas palabras. En eso días minuciosos, Ramiro estaba tocando a las puertas de la gloria. Cuando por fin las abrió, enchumbado de azabache y de pupitres prematuros, René nos sorprendió con un poema tembloroso que no encontró respuestas, acaso porque estaba yo abrumado y había perdido las pistas de la decencia, hasta esta noche encendida. Él no lo sabe, pero desde entonces el rótulo que en mi alma anuncia a Ramiro anuncia también a René.
Yo he recibido sus libros con una puntualidad de banca múltiple. Los he leído y los he estudiado. He pensado cosas, muchas cosas, y nunca -él lo sabe- me permití desprenderme de cierta severidad que sólo destino a los hermanos. De alguna manera le he hecho saber todo lo que pienso. Si es cierto que ha trabajado con un entusiasmo fabuloso y fecundo, no es menos que cierto que queda mucho camino por andar. O construimos la magia de un rigor que será nuestra auténtica invención en los fastos del castellano, o nos jodemos. Yo creo que René es uno de los pocos escritores de mi generación -por su chispa, por su fiereza y por la ternura de sus humores inconfesables de toda hora- que está llamado a levantar una gran obra. Lleva ya un montoncito de libros que son hijos de la consagración alucinada de esas apuestas que se ganan o se pierden una sola vez en la vida.
René es el primer autor de los ludismos dominicanos. Le pertenecen. Son su obra. Los demás no hacemos otra cosa que seguirlo. Como era de esperarse, él descubrió, aunque nadie lo haya dicho, que el juego es una empresa para hombres bragados. La escritura lúdica es una escritura genital, y René lo sabe. Es un desafío y una provocación permanentes, cosas que averiguó cuando el resto de nosotros coqueteaba con las melodías miserables del parnaso y los laureles convencionales del stablisment, y ha de estar sumergida en la invención y en el delirio, en el rigor y en la bizarría hasta el último pestacazo rabiosamente enamorado. No escribimos con una pluma fuente. Escribimos con una bestia ciega y hambrienta, devastadora y atroz que por suerte sabe más -inútilmente más- que nosotros.
Yo no conozco a Julia. Confieso que no conozco a Julia, así como hace siglos que no he visto a Linda. ¿Parece mentira? No estoy aquí para desatar razones puntuales ni recensiones de mala muerte. Si Madame Bovary era Flaubert, Julia es René. Yo hablo de René y le dejo a Julia ese dédalo de hallazgos escalofriantes que aguardan un nuevo texto. Cuando arríen las banderas eternas del V Centenario, René nos sorprenderá con una novela escrita a la sombra del rompesaragüey y de la gallera, dando cajeta hasta más no poder y explayando metódicamente ese acabóse que él inauguró para nosotros, orondo de situarnos en el mapamundi de todas nuestras vencidas y descascaradas ilusiones.
He concluido. También los cazadores de montaña, antes de dormir, hacen pipí, se asean, rezan y se cepillan. Cuando despierte y me vaya, será la primera vez que salga de Constanza. Nunca quise irme de aquí porque no quería irme de la infancia.
ENRIQUILLO SÁNCHEZ, Premio Nacional de Poesía. (El Siglo, 20 de noviembre de 1991. Santo Domingo, RD)
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