Debajo Del Almendro

La muchacha que le había parecido íntimamente
conocida era precisamente una completa desconocida.
Pero era precisamente la que siempre había anhelado.
Milan Kundera

Contenido

Alguien vuelve a llenar las tardes de palomas
Cartas para Julia
No sé de qué me habla, señor
Pregúntale y verás
Es cierto, Dios castiga
Una llamada en la tarde
Alguien mueve los hilos del azar en esta mañana de erano
Julia, noviembre y estos papeles
Campaña contra las pulgas
Nuevamente el adiós llega de golpe y el olvido no logra consumarse
Tú, tan siempre caballero, abuelo
Ahora es cuando me doy cuenta
Su nombre, Julia

Alguien vuelve a llenar las tardes de palomas

Quando sarei morta
non saró morta
Quando saró morta
no sarei morta
Quando moriró
vivró e vedró
Isa Donelli

–Io sono Julia.

Lo dijo así tranquilamente y se quedó mirándome con sus dos negrísimos ojos, fijos como clavos en la pared. Me quedé mirándola allí. Sentí el revoloteo de centenares de palomas. Respiré su aroma de azucena en flor. Oí un trinar de ruiseñores y me perdí en bandas por los senderos y recovecos del olvido. Oyendo a Julia. Mirando a Julia. Sintiendo a Julia. Corriendo. Trotando. Tratando de alcanzarla, de atraerla hacía mí. Apretarla entre mis brazos en esa tarde que se difuminaba en la plaza llena de palomas, las ruinas del Hospital de San Nicolás de Bari al fondo, la ciudad durmiéndose de a poco, todo transcurriendo y sucediendo y Julia, incorpórea, inmaterial, inmóvil y toda mía y la banda tocando el viejo tema de Basie y el saxo forcejeando, asordinada la trompeta contrapunteando con el bajo y un como sopor y un recordar al Satchmo y me doy cuenta que no es Santo Domingo, que es Milano, que no son las ruinas ni hay palomas porque Isa, ahora, en este instante, entre su indefinición, su tartamudeo de español me está diciendo que la Colomba, sí, lo mismo que paloma, este lugar en donde estamos, le produce esa sensación, como de volar, de flotar, y transmutarse. Y entonces me doy cuenta que no es Julia, es Isa que me encandila con sus pupilas que me miran, apacibles, profundas, presentes.

–Io sono una giramondo.

Lo dice así, como si dijera que afuera está nevando. Y es como si se silenciara la banda, el público. Me apercibo de que estamos ella y yo entre todos los que vociferan, se abrazan, beben, sonríen. Ella y yo, tratando de comunicarnos en esta especie de babel, haciendo concesiones a nuestras limitaciones idiomáticas, buscando, cada uno en nuestras lenguas maternas, raíces y desinencias de palabras para decirnos cosas entre el mar de gentes que nos rodea. Y sus blanquísimos dientes que sonríen con nerviosismo, con dejo de impotencia y yo, que creo entender cuando me explica que la rubia de la mesa contigua, la que tiene los dedos llenos de anillos, es una especie de mujer fatal y que el gordo que la abraza es un cornudo impotente.

–¿Te piace la Metafisica?

La miro como idiotizado. Le hago saber que la comprendo pero que se me hace sumamente difícil explicarle todo lo que estoy pensando. Quiero hablar con los ojos, con las manos. Gestos. Palabras. Miradas. Todo mi intento se da de porrazos contra la trompeta que hace un solo ahora, y el bartender que viene de nuevo y me está hablando. Yo, como un idiota, sonriendo. Ella, le dice que me traiga otra ananácea. Volvemos a reír y pienso que es cierto que es Julia, mohín, hoyuelos, persiguiendo, no las palomas ahora –los sonidos- perdida en el gorjeo del saxo que se alza en un falssette y el plumaje de las colombas en esta plaza que no son tales ruinas todavía (porque Isa y yo, al fin, nos encontramos en un punto común, en un lenguaje que nos identifica, tarareando el viejo éxito de Billie Holiday, rompiendo las barreras del tiempo y el espacio, mirándolos a todos en tiempo presente y vociferando, aunando sucedáneos para describir a la menuda italianita que se retuerce junto al piano, sacándole las fusas, semifusas y semicorcheas a su ronca vocecilla, compitiendo con el saxo, la trompeta, el bajo y aquel desgarbado baterista que ya ha roto más de una docena de bolillos, aporreando endemoniadamente los tom toms, el redoblante y los platillos).

–What is this thing called love?

Gritó el líder de la banda y pidió aplausos para la vocalista que ahora se retira nuevamente con su pesadez hacia la mesa, donde un despeinado jovenzuelo la espera para llenarla de besos y apretones y nosotros, olvidados del bullicio, rehaciendo las palabras, los recuerdos de mis largos paseos por El Malecón de Villa Duarte y los ojos de Julia, que pudieran ser los de Isa, pero es Isa que ahora es Julia –o pudiera ser Julia, porque, exactamente hace unos minutos, cuando tocaban el tema de Count Basie, ella me lo dijo, con sus propias palabras, en su hermoso idioma, afilando sus rojos y carnosos labios, mirándome fijamente y, como dejando volar el iris por encima de los Alpes nevados, cruzando el ancho mar, rompiendo El Ecuador y las cinco horas de diferencia, me lo aseguró con toda la parsimonia que la caracteriza, convencida:

–Io sono Julia.

Y me asalta la duda porque siento que es ciertamente Julia. Sólo que, aunque su voz es la misma, su timbre, su tono, la modulación, hay algo que no encaja: el idioma no es el mismo. Pero, pienso que el azar le juega a uno tantas vueltas. Uno se despierta un día y se encuentra andando en plena calle El Conde, luego de haber soñado que iba del brazo de Armanda por la Via S. Orsola y que, al cruzar Piazza Borromeo, se encuentra frente al Circolo Culturale “La Lepre di Marzo” y entra. Se entusiasma, perdido entre los cuadros de esta extraña exposición individual de Guido Marchesi, que luego –de repente- se da cuenta de que no es con Armanda, sino con Barbara que contempla el impresionante diseño del catálogo y la ambientación toda y que, bobo de entusiasmo, quiere, sueña con invitar a Julio, a Tony, al loco de Cestero con su archivo colonial, para que inunden este original café-galería con sus paletas trópico de colores… pero no es Armanda ni Barbara. Es Julia, lo mismo da: Isa.

–Isa Donelli.

Recuerdo perfectamente cuando nos conocimos, en la “Lepre di Marzo”, debíamos encontrarnos allí porque así estaba previsto. Ella sería mi guía, mi cicerone. Me lo propuse desde el momento en que la vi entrar con aquel capote marrón oscuro, aquellos alfileres antiques y su pelo recogido y, esos ojos. Sus ojos me embobaron y me hicieron viajar en el tiempo, retrotraerme en la memoria, los recuerdos, en ese pasado de dolor y volteretas, sus ojos que, en definitiva, fueron la bujía inspiradora, la pista que me hizo acercar a ella, buscarla. Porque –pensé- me guiará, me acompañará en esta ciudad lejana y embrujante, una mujer como ésta me ayudará a derretir la nieve y las barreras de incomunicación. Es como Julia, es más, es Julia esta mujer –me dije y la abordé. Fue cuando me entregó su nombre y su tarjeta personal, cuando comprendimos que coincidíamos en el mismo lugar de trabajo y comenzamos a comunicarnos en nuestro glíglico lenguaje cortazariano (mitad italiano, mitad español, muchos ojos, muchas manos, hojitas arrancadas a las agendas y libretas para tratar de graficar lugares y detalles de cosas, para conocernos, para vivir Milano, para vivir Italia. Y yo, hablarle de Julia. Y ella, de Armando. Julia, esa mujer tan familiarmente desconocida que me hizo vivir la tarde más ensoñadora e inolvidable de mis días que, así como apareció, se fue de mi vida. Todo en una sola tarde y para siempre. Armando, todo un personaje –celoso, dormilón, juguetón, posesivo y majestuoso- el gato más encantador de toda Italia, el guarro consentido de la Isa).

–Caro amico.

Me lo dice así, con ese calor que derrite toda la nieve que hay allá afuera, que dulcifica más el grave vozarrón del trompetista que ahora canta, tratando de enternecernos, edulcorándonos, mientras yo le acompaño, y la miro, cuando Isa/Julia me mira, me oye, en este inglés de trapisonda, en este punto común donde logramos encontrarnos y aguza los oídos y oye mi voz que trata de afinar, de hacer dúo con el ronco trompetista, copia negativa del gran Satchmo.

–Little Girl it´s time for bed/ Let´s find your teddy bear…

Y me siento tan cerca de Isa, como aquella tarde de Julia, y me enternece tanto el que esta banda haya tocado esta canción.

–When the circus comes to town/ We´ll both go see the clowns with you…

Y la tomo de las manos y le hago saber que, en mi idioma, se dice querido amigo, querida amiga, en su caso, y le comunico, por mi tacto, más calor, para derretir la nieve de allá afuera y, acá adentro, culmina la canción:

–Close your eyes nigthy night/ I love you Little Girl…

Y me enternezco. Algo me sacude. Siento un frío que me cruje en los huesos y en los dientes. Es como si se fuera apagando cual pabilo, siento que se va ausentando, como aleteo de palomas y pienso en Julia. Recuerdo a Luisa, y todas esas volteretas que continúo dando por la avenida San Vicente de Paúl, tratando de repetir la tarde de la plaza de las palomas y no es Armanda, y no es Barbara. Sé que sentí frío cuando se retiró para ir al baño, cuando el mozo trajo nuevos tragos de ananácea y le pagué las mil 895 libras y le regalé 500 de propina, en el mismo momento en que la rubia se iba con un imberbe y dejaba al gordo cornudo durmiendo una borrachera, con la cabeza sobre la mesa y una notita frente a la nariz que se achataba sobre el cenicero repleto de colillas. La vi, a Isa, alejarse, caminar firme y segura hacia el baño y era Julia. Puedo jurarlo era Julia. Se volteó, me sonrió, guiñó un ojo y me quedé mirando que lucía un poco pálida y me dije que no era Julia, era más pálida. Los mismos ojos, más alta. La misma boca, más delgada. La misma sonrisa, esa sonrisa poblada de palomas, diferenciándose en la voz, esa voz que se empecinaba en demostrarme y convencerme de que era cierto que ella era Julia, la que se inmaterializaba, incorporeizándose y elevándose ante mis ojos y desapareciendo de este lugar, donde nadie parecía haberse dado cuenta de nada y la banda terminaba sin contratiempos su función y ya, hacía rato, había dejado de nevar afuera.

Su nombre, Julia

Te quedas fijamente mirando a esa niña que tiene sus mismos ojos, la misma boca, y acaba de decirte que la esperes, que ella te recibirá en unos minutos, que tiene varios días indispuesta y ahí, en ese instante, mirando su foto en la pared, es cuando compruebas el parecido entre las dos y piensas que tal vez esa pueda ser la razón por la que no la ves desde aquella tarde en que venías por la avenida Charles de Gaulle y, debajo de un almendro, encuentras a esta muchacha delgada, alta, ojos de un negro casi tirando a café, boca pronunciada con una sonrisa entre mordaz y triste. Detienes el auto y te ofreces a llevarla. Ella se monta, te sonríe y te dice que su nombre es Julia y tú la miras, piensas que has visto ese rostro otras veces, algo muy hondo te remueve esa mujer y su perfume. Desandas de un tirón lejanos momentos de tu vida, tratando de encontrarla y encontrarte junto a ella en algún lugar de tu pasado. Su voz te suena familiar y ese mohín que te arroba, los dos hoyuelos en los pómulos canela de esa Julia que acaba de llenarte el auto y los sentidos con su mágica presencia, cautivándote. Reduces un poco la velocidad, das paso a ese grupo de niños que salen del colegio. Arrancas de nuevo, miras a esa mujer que ha invadido de forma brutal y tan tranquila, como si nada pasara, el auto y todo tu ser y es entonces cuando se te ocurre la idea de prolongar el momento, de estar más tiempo junto a ella y acudes a ensayar tu mejor sonrisa. La tosecita afirma y busca dar seguridad a la suave y delicada proposición de invitarla a dar una vuelta, a conversar un rato y ella que accede y te sonríe y sus ojos cortan la tarde y el mohín y el aroma y tú, torpe, atolondrado que no sabes hacia dónde dirigir la marcha, detenido ante el semáforo y la luz verde y el camionero maldiciendo atrás y tú, comprándole flores a la niña de los bucles doradísimos y descuidada y Julia, agradecida, que te desarma con su sonrisa austral, sin transparencias. Ahora ruedan lentamente por el malecón de Villa Duarte, el mar luce la misma calma que los ojos de Julia, y Julia, parca, como ida, orlada de un angélico misterio y tú, que te aguzas, pones el tema del calor, la maravilla del encuentro, la necesidad de seguir conversando y las cervezas y ella que, bueno, ni niega ni afirma, que se transmuta, se ilumina, sonríe y, otra vez, sientes el raro pálpito, la sensación de haber visto otra vez, muchas veces la misma sonrisa. Quieres poseerla, hacerla tuya, ahí mismo y para siempre. Pero ella propone –quilla el sonido con su voz de contralto, dulcísima, afinada- visitar las ruinas del Hospital San Nicolás de Bari y tú, conocedor, arrobado, la complaces y, mientras cruzan el puentecito de Villa Duarte, le haces creer que miras las chimeneas de El Timbeque para, sin mucho disimulo, meterte entre sus ojos, escrutar el horizonte desde allí y soñar, volar por entre el brillo que se expande. Te vas y el tráfico que te pita y repita, por haber doblado hacia la izquierda en la Vicente Noble, pero ya es tarde. Logras burlarlo y ya están en la Ciudad Colonial y luego a la derecha, Hostos y el muchacho que se ofrece a cuidarte el carro y las palomas, las palomas que se quedan mansas y tiernas a su paso, se le posan sobre el hombro y ella, busca miguitas en el bolso y llegan más y más palomas, tantas que casi te pierdes en un árbol de plumas que se mueve junto a ti. Te arriesgas un poco más. Entras a ese terreno peligroso. Preguntas. Insinúas. Atacas. Retrocedes y contraatacas: que te hable de Julia, de dónde viene, qué hace y, ya no aguantas más, la has visto antes, estás seguro, se conocían, que la memoria te está jugando una trastada, que si fue en la universidad, en el bachillerato, en algún campamento, dónde trabaja, si estudia y ella te mira, sonríe otra vez y salen, en tropel de sus ojos, como bandadas de palomas, unos rayos de luz que cobran sonido, diciéndote que desde niña acostumbraba, con su abuelita, llevarle de comer a las palomas, se pasaba horas y más horas jugando con ellas y oyendo a la abuela contarle historias, leerle libros y soñar, juntas. Sientes que de nuevo te has ido, como que flotas y de repente, baja la luz, cobran un tono gris sus ojos y hay menos decibelios en su voz; te cuenta que había pasado mucho tiempo sin volver a ese lugar y, al través de sus lágrimas, intentas viajar a ese pequeño mundo que te pinta; te agradece en el alma el momento, esa cerveza intacta que parece, por momentos, como si flotara en el aire poblado de palomas, y todos tus halagos y atenciones; te hace saber que jamás había sido tan feliz como esa tarde. Se seca las lágrimas, mohín, sonrisa y la luz que vuelve de repente, se refleja en las plumas de las palomas el brillo de esos ojos tan negros y perfectos y ella, te dice que es tarde, que es hora de regresar que has sido muy gentil, que qué bueno haberte encontrado, no sabes la dicha que le has dado y tú, de una sola pieza, embrujado, bobo, tratando de decir algo que no logras coordinar, triste y feliz, ofreciéndote a acompañarla y ella, cortés, que lo rechaza y tú, que no es molestia, es un placer y al fin acepta, sólo hasta la esquina. Aquí es donde me quedo -te dice- y la ves partir, decirte adiós y tú, que apenas aciertas a articular la ansiada pregunta que no sabes si ella oyó o no quiso responder. Al fin y al cabo que piensas volver mañana al mismo sitio, a la misma hora y pasas y vuelves y pasas y ya has vuelto tres veces y has dado infinidad de vueltas por el sector y la esquina donde la dejaste aquel martes 13 de agosto, pero no te atreves a preguntar por Julia. No quieres romper el encanto. Quieres, sueñas, ansías encontrarla como aquella primera vez, de repente, que parezca casual y ya has pensado mil cosas que decirle, que contarle y has vuelto tantas veces por las ruinas; pero las palomas sólo te miran y se van, no acuden a ti como lo hacían con ella. Se quedan indiferentes. Nada, tomas la decisión de encontrarla, de llegar hasta donde ella está y le has regalado cinco pesos al niño que, primero se quedó mirándote de arriba a abajo y luego, sin decir nada, sin preguntar, te trajo hasta aquí a esta casita humilde y bien arregladita –como de muñecas, piensas- pintadita de azul y rosado, techo a dos aguas, jardincito a la entrada y esta hermosa niña, angelical y dulce que te abre la puerta, te recibe con muy buenas maneras y la sonrisa que ya conoces y te invita a pasar y tú, un poco confundido, extraño y corto, le encuentras un extraordinario parecido con ella y le dices a quien buscas y te dice que sí que vive allí, que te sientes y esperes y entra un momentito por un pasillo de la casa y, miras todo, hurgas por las paredes, los muebles el piso; contabilizas los minutos, silencios, sonidos, todo. Hasta que aparece de nuevo la niña, con la misma sonrisa que conoces y te dice que ella te va a recibir, que la esperes y no puedes aguantarte más y le preguntas su nombre y parentesco y, juguetona, se te acerca y te dice que Luisa, que estudia ballet y piano, que le gustaría cantar como Yuri; pero que ahora está muy triste y apenada por las dolencias y recaída de su abuelita Julia, esa de la foto en la pared, la que en la última semana, precisamente desde el martes pasado, ha dado muestras de mejoría y se pasa las horas cantando, leyéndole historias y hablándole de unas palomas, de unas ruinas y tú, ya estás traspasando la puerta de la calle, oyendo la voz de la niña que se funde con aquella voz que te ayudó a soñar y a construir la tarde más hermosa de tus días y miras el reloj y te das cuenta que a esta hora, precisamente, las tres de la tarde de este martes, debes volver por la avenida Charles de Gaulle a ver si te encuentras de nuevo con Julia, debajo del almendro.