Sólo De Vez En Cuando

Estoy todo lo iguana que se puede,
desde el principio al fin.
Carlos Pellicer

Contenido

Los múltiples rostros de una pasión

Rastros de Julia

Alguien vuelve a llenar las tardes de palomas
Cartas para Julia
No sé de qué me habla, señor
Una llamada en la tarde
Alguien mueve los hilos del azar en esta mañana de verano
Nuevamente el adiós llega de golpe y el olvido no logra consumarse
Tú, tan siempre caballero, abuelo
Su nombre, Julia

Juegos con fuego

Juego 000
Juego 002
Juego 004
Juego 006
Juego 007
Juego 009
Juego 010
Todos los juegos el juego

Dominios y despojos

Y de repente tú, Isabel
¿Has tocado, realmente, una guitarra alguna vez?
Como el agua que fluye
Los santos inocentes
Losing my religion
Perseguir a Rita
No llames, corazón
Manías de Piro
Vivir de los recuerdos

Laura, en otros boleros

La radio
Una muchacha llamada Josefina
Casi nada ha cambiado, amor
Killing me softly
Laura me espera al cruzar aquella puerta
All those born with wings
Lucy in the Sky with Diamonds
Laura baila sólo para mí

Tú, tan siempre caballero, abuelo

C on tu mirada fría y calculadora, siempre me observas, siguiéndome los pasos por todo el universo de la habitación. Fija, la mirada que me aturde, me sonroja. Y tú, impasible, parece que tuvieras una sonrisa eterna, con ese formalismo tan cuadriculado, señor caballero: traje y corbata que se pierden en las más oscuras tonalidades de la noche; camisa que le robó el color a las plumas de un viejo cisne que acertó a pasar un día -según me cuentan o imagino-, por el patio de tu casa allá en el campo. Siempre tan formal, con los rasgos que he ido copiando y modelando con el tiempo de tanto estar cerca, mirándonos en silencio (no sé por qué, muchas veces, aunque el tiempo y la temperatura cambian, sigues tranquilo. No molestas, no estorbas a nadie, siempre tan complaciente. A todos sonríes con tu sonrisa de nieve que, de acuerdo con la abuela la trajiste de tus largos viajes en incontables tardes de esperanza. Tienes las mismas facciones de mi padre, todo lo que sé de ti es por lo que oigo. Son uno mismo -intuyo-, tú y mi padre: pelo bitonal, calma personificada, sólo con la diferencia de que él siempre me habla. Parecería que no te place mi amistad, mi compañía, no consigo que me hables. Y eso que me paso horas y más horas junto a ti, aunque a veces sienta que no soy nadie frente a tu silencio. Yo, dale que dale, contándote mis cosas del colegio, del catecismo, de tía Panchita y Sor Virginia o el padre Santisteban. Hay otras, lo sé, que no tengo que contártelas, las sabes perfectamente. El comienzo de mis días tiene mucho que ver contigo, no puedo creer que me guardes rencor alguno. En tu alma buena no caben esas cosas (abuela me lo ha dicho, tu alma es un espejo de ternura, una aguaclara de cariño y bondad. No lo dudo, lo he leído en los carbones que desde uno y otro lado de tu rostro me miran sin tregua). Cuánto lo siento, abuelo, cuánto me duele cargar con tan extraño punto de referencia. Los años que tengo recorriendo y caminando estos senderos, tienen las palabras que no florecen por tus labios. Por eso, a veces, cuando estamos solos, tú -ceño fruncido, mirar lejano-, me observas fijamente como con ganas de decirme: Julia, esto. Julia, aquello o responderme las mil preguntas que te suelto. Nunca te inmutas, siempre sonríes y es cuando más quisiera viajar sin prisa a través de tus primaveras que intuyo tan distintas. Y así, pasando el tiempo, sigues lustroso, limpio, suave y apacible. Muchas son las ocasiones en que he creído que los años se detienen, no cruzan los portales de tu piel; tus ojos siguen firmes, penetrantes y tú, tranquilo, tan siempre caballero. Si hubiera sido antes que tú, lo juro, te habría dado un marco de existencia más liberal, más relajado. Siempre tan formal… me molesta que tengas que esperar que intervengan nuestras manos para cambiar de sitio en la habitación, quisiera que pudieras tú. Que me acompañaras en mis andanzas, en mis juegos, en mis soliloquios y disquisiciones. Pero tú, sólo sonríes con tu sonrisa tuya. No sabes cuánto me ofenden tus silencios. Te hablo y sólo puedo tocarte. Me oyes, no te oigo. Te veo, sólo me miras…. siempre estamos así. Me duele que seas tan complaciente conmigo que comienzo a ser cuando tú dejas de ser; me niego a continuar aceptando esta realidad enmarcada en el pasado, en el recuerdo: tú, con la sonrisa de hace años congelada, desde la misma edad que tengo yo, en esa vieja foto en la pared.

Juego 000

Esta madrugada, mientras dormías, con unos cigarrillos y varias razones de peso que saqué del bolsillo, resultó fácil convencer al sereno. ¡Qué locura, la puerta abierta me dio paso a tu pequeño mundo de Rey Midas despistado! Hice algunas diabluras, lo sé. El niño cerril que oculto entre mis uñas no se aguantó las ganas de trepar y saltar sobre tus troncos, levantar y mirar bajo las rocas (buscando cangrejitos, tesoros escondidos en la piel de tu alfombra, incluso hasta grabó dos corazones en un cactus). Me costó mucho tiempo tratar de contenerlo. Hurgaba, sin tregua, manoseaba, hasta que el alba en pleno me desgarró las sombras, me sacudió el reloj. Oí tus pasos en la escalera y me escondí apurado en las páginas de un libro, éste que tú al salir pusiste en la cartera.

Como el agua que fluye

…repta, se retuerce, se estremece y espejea,
y su veneno os hiela el corazón.

Marguerite Yourcenar

Desde hace días te ronda en los alrededores del teléfono la llamada. Debes llamar, demostrar arrojo y contestar. Saber quién es y qué propone.

No tienes alternativa. Devuelves la llamada. Oyes la voz, esa voz de escarcha y luna llena que dice casi nada y tantas cosas.

-Para espantar las moscas y el hastío -dice ella.

Se encima el sol en el crepúsculo. En tu ventana, como en sueño, erguida y pendenciera, florece la cayena.

-Hace mucho frío -dice él-, y debo entrar el dedo en otras aguas.

Canta la radio su canción más plácida y ella cruza el umbral con el paso más suyo (casi él). Suceden en los aires y en la radio acordes de trompetas, cuerdas varias y un sinfín de arpegios que dan paso al más dulce y remolón corno francés o tuba.

-Clea -se presenta y se recoge el pelo, ella.

Simplemente su nombre, la llovizna.

El calendario, deshojado y enérgico, finge su sed de atardeceres y relojes.

Simplemente una tarjeta de presentación, confluyendo en el fondo, difuminándose.

Hace falta una excusa. Tal vez otra llamada, otras excusas.

-Podemos hacer señales de humo o un sancocho -dice ella, como si se tratara de la más sesuda hondura metafísica.

-Tiene rota un aspa y no funciona, el abanico, dice él, confundido en su desmedido afán.

-¿Qué se puede decir -pregunta ella-, confín del agua?

La poesía. Desdibujada y loca, la poesía. Una sonrisa incierta. Una guitarra. ¿Qué hacer con ella sin tocarla?

-¿Qué hacer -pregunta él-, con esa boca por las noches?

Borrar del mar todos los sueños. Filtrar papeles y manías. Hablar como lagartos, calentándose al borde de las líneas y el mar como acuarela sin cocoteros y una paloma sola (casi él).

Él. Siempre él. Nace y muere en el cordón, sin decibelios. Espera, siempre escucha. Desvanecido, se entrega (casi ella).

-¿Las viandas? Falta una -dice ella y se acurruca en un sillón difuso de la tarde.

No importan los tamaños, los colores. El piano de sus ojos (los de ella) pulsa ternuras del recuerdo. Nada en las olas del no ser (todo él).

Ella está siempre en el umbral. No hay letras ni hay papel. Se escurren las palabras.

-¿Vienes? –pregunta ella y se te queda mirando con los cuchillos en el iris.

Una mirada honda, del tamaño del tiempo (toda ella) reclama más allá. Él, ya casi sin ser él, pierde las fuerzas y el sentido. Se deja ser (aunque no es…).

Domina su mirada posesiva (toda ella).

El no puede escribir. Se enseñorea el otoño y él, ya no es él.

-Mejor a Katmandú -dice él y la acompaña, sin papeles.

Laura baila solo para mí

«Darte un nombre: Laura, y hablar de Laura a mis amigos, y ellos:

«¿quién es?»; yo, sonriente: «Laura es Laura, alguien».

A. Julián

Sé que esta vez tampoco me creerán. Pero por fin la seguí por todos los pasadizos que jamás pudiera imaginar ser humano alguno y descubrí que existe esta mujer que desde hace tiempo llena mis domingos de magia y perfume.

En un principio creí que no era más que un sueño raro y embrujante, esta mujer de hermosas formas que entraba sigilosa a mi cuarto y se posaba sobre mis cosas,

marchándose luego de igual manera, dejando toda su poesía colgando en los rincones, hasta que un día olvidó una zapatilla rosa en mi mesita de noche.

Recuerdo que, al despertar, como siempre, embriagado de ella, me encontré de repente con este bello y delicado objeto que le daba un nuevo toque al entorno que, hasta el momento, había sido mi gris buhardilla en este viejo edificio de la Ciudad Colonial.

Lo tomé con ansias, con aprensión, lo olí, lo miré por todos los ángulos y lo guardé en mi pecho, cual delicado trofeo, preciada joya. Abrí bien los ojos y, debajo de la cama, por el armario, detrás del librero, busqué a la bella y olvidadiza propietaria, y nada, la puerta cerrada, tal como la había dejado al acostarme. Sólo la otra, la que daba al baño, entreabierta, filtrando un resquicio de luz de ese sol mañanero que venía del Ozama. Pero, no estaba en el baño ni había entrado ni podía salir por este destartalado ventanal de un segundo piso, realmente improbable.

Como improbable era pretender que poseyera una llave maestra y penetrara furtivamente en mi cuarto. No, el sereno de enfrente ya la habría visto y lo supieran todos por aquí. O, por el contrario, su encontronazo con alguien fuera harto comentado en estas escaleras que, aunque lúgubres y descuidadas, siempre están congestionadas de marchantes y marchantas apurados que suben y bajan de la quinta con y sin la prisa del amor barato. Nadie, nadie más la ha visto ni sentido por estos alrededores. Ya quisiera doña Mercedes sorprenderla, convertirla en tema sobremesa de la pensión entera; a Juancho, lo imagino, con lujuria, cuestionándome, con envidia, felicitándome; a Héctor; a Pablo y a Patricia.

Pero, no entraba por la puerta ni subía por la escalera ni saltaba por la ventana, aunque su zapatilla rosa estaba aquí conmigo y su aroma inundaba todas mis cosas. Aquella zapatilla, que de repente se convirtió en mi carnada, mi talismán, con la que me lancé calles afuera a buscar a la perturbadora de mis sueños, rastreándola como loco, olisqueando por acá, preguntando por allá.

En vano anduve por los parques y los cines. Después, se me ocurrió buscarla en Bellas Artes, en aquel amplio salón, con sobrias columnas de mármol y su recio mural de Vela Zanetti, creo, donde ensayan las ballerinas del Ballet Clásico Nacional, me perdí entre las formas cadenciosas. Miré a cada una, de las allí presentes, en todos sus detalles. Había muchas, muy bellas, leves, frágiles, firmes, con mallas, leotardos y zapatillas de todos los colores, mas ninguna se parecía a ella. No estaba allí.

Seguí buscándola por otros salones, otros ballets, teatros, escuelas, talleres de danza, sin encontrarla. Inútil, la llamaba en mis adentros y nada. No aparecía nunca en otra parte que no fuera mi cuarto los domingos, y sólo cuando yo dormía. Y fue por ello que, precisamente, un domingo, armado con mi zapatilla, igual que el príncipe de La Cenicienta, me juré no descansar hasta dar con su paradero. Me convertí en una especie de perseguidor del sétimo día, me bebía a sorbos rápidos todos los días de lunes a sábado, para buscarla a mis anchas los domingos.

Recuerdo perfectamente todo lo que pasó aquel domingo en que me propuse aguardar su arribo a mi cama. Esperé pacientemente, con todos los sentidos en guardia, tanto fue mi interés y mi desvelo que, cuando llegó me encontró rendido con la zapatilla, fuertemente abrazada. Hizo lo habitual y, al despertar, volví a vivir mi domingo de búsqueda, un domingo eterno, porque, desde entonces no he tenido vida más que para buscarla, perseguir su aroma por todos los vericuetos. Vigilarla. Ansiarla. Soñarla despierto y alejarme de todos y de todo.

La familia y los amigos me han tildado de loco, de soñador impenitente, incauto, inadaptado. Todos me huyen (excepto, claro está, Jimmy y Maritza, quienes regularmente me soportan y saben, a ciencia cierta, que no es su nombre Laura). Y yo, me río. En mis adentros, me burlo, porque ignoran mi secreto y el tesoro que oculté por tanto tiempo conmigo, buscando a esta mujer que le ha dado un giro de embrujo a mis mañanas de domingo, a mi semana entera, al calendario de mi vida. Y sabía, estaba seguro de que la encontraría, que podría gozarla a plenitud, en sus aguas y vivir su mundo sin el velo de los sueños. Puse en guardia todas mis hordas y, cada domingo la fui cercando, domeñándola, sintiéndola mansa y tranquila, dueña de mi cuerpo, de mí; llegando incluso a sentir su cuerpo caliente, su cabeza recostada en mi almohada junto a la mía, su aroma salvaje impregnado en mis sábanas y todo lo que tocaba.

Hasta hoy, que el día la sorprendió dormida en mis brazos y, al intentar huir apresurada, me despertó y la vi por dónde escapaba. Y ya no hubo misterio. La seguí. Lleno de espanto y maravillado, con el corazón en la boca, conteniendo el aire en los pulmones, iba tras ella por los pasadizos, descubriendo su mundo que tanto había soñado, y que hoy recorría tan seguro de que, definitivamente, iba a poner fin a todas mis angustias y desvelos. Y hela aquí, tan mansa y austera, rodeada de pólipos y peces, haciendo música con sus branquias y ella, trenzando y danzando los más hermosos pasos que jamás hubiera soñado. ¡Era ella, al fin, con su única zapatilla rosa! La seguí esta mañana, sí, me introduje por la llave del lavabo y la mantuve a raya por toda la tubería de la ciudad, hasta llegar a este amplio salón de agua cristalina donde baila mi bella ballerina.