Crónica Social: René Rodríguez Soriano En Calíope

READING, PA.- El pasado 21 de agosto, se celebró en Nueva York uno de los actos de la puesta en circulación del libro Queda la música de René Rodríguez Soriano.

Los anfitriones de la actividad fueron la asociación local de egresados de la UASD, presidida por Marino Mejía y César González, el dueño de Calíope, la librería ubicada en el número 183 de la calle Dyckman, en el Alto Manhattan.

Calíope es un sitio pequeñito, cálido, con un espíritu propio, en el que parece habitar uno de los duendes de la dominicanidad, medio bohemio y siempre tropical. Es la librería de textos dominicanos más importante de Nueva York.

Tiene el mérito colateral, de encontrarse en pleno corazón de la comunidad dominicana y al alcance de las generaciones que conocen muy poco de esa media isla caribeña que sus padres llevan en el alma, como una impronta marcada con un hechizo de hierro candente.

Al margen de las intenciones de los organizadores, la «tertulia» de ese jueves, (todos los jueves celebran una), dedicada a René Rodríguez Soriano, tomó un colorido rumbo parroquial, incorporando los protocolos del realismo mágico.

El maestro de ceremonias, Hipólito Delgado, era de antología. Apuesto el cuello a que tiene una maestría en conducciones de bodas y fiestas de quince años.

Pequeño, simpático y trajeadísimo, con una insólita corbata verde-menta, aquél fascinante personaje tenía su propio libreto, autónomo con relación a lo pautado por la coordinadora general, la encantadora Genoveva González, quien quizás no estaba demasiado de acuerdo con que el maestro de ceremonias, se saliera del programa y comenzara a explicar los temas más singulares de los que se puedan tener noticias. Aquella noche me enteré de la fecha en la que se construyó el Louvre y no consigo recordar con qué motivo, pero también se habló de Bucéfalo, el caballo de Alejandro.

El acto contó con la apasionada participación de Augusto González, quien declamó unos versos bucólicos, que cantaban las glorias de Latinoamérica y que aprovechó el micrófono para, de paso, anunciar la reestructuración de lo que llamó el «Partido Boschista Auténtico».

No faltó una interesante intervención de una señora que demandó de René Rodríguez Soriano, un tipo explícito de toma de posición política que el autor, exasperado por un discurso militante que quizás ha oído demasiadas veces, se negó a complacer, estallando en una crisis temperamental, desgraciadamente efímera, porque a mí me pareció que si hubiera continuado unos segundos más en medio de aquél arrebato, todos habríamos conocido a un René Rodríguez Soriano, que revelado por un momento en virtud de la luz de un relámpago de ira, lucía magnífico, con toda su tremenda y dolorosa rotura interior, que los menos sutiles habrán interpretado como soberbia.

Esa noche, conocí personalmente a Manuel Severino, con quien había iniciado un intercambio de correos electrónicos que no siempre fueron precisamente amistosos.

él me envió un mensaje criticando un artículo. Aunque las cartas que recibo no siempre destilan miel, la de Severino, impecablemente escrita, filosa, brillante y helada, como la navaja de un bisturí, me hizo coger una cuerda sulfurosa, de dragón enfurecido.

Le respondí, derramando lava hirviente. Quizás al veterano y culto periodista le pareció todo un miserable desperdicio el enfrentamiento privado, con una aprendiz respondona y un poco insolente, y mientras yo me mantenía echando humos y resoplando chispas, aquel gladiador sereno, envainó la espada de su palabra y me ofreció las flores frescas y siempre reconfortantes de unos cumplidos sinceros, que me hicieron derretir como mantequilla en pan caliente.

A la postre, resultó que era demasiado lo que teníamos en común y optamos por ser amigos. Intercambiamos largas cartas lamentándonos por los desastres de los políticos dominicanos, por la corrupción del sector público y del privado, por el desvalijamiento impune, sostenido y sistemático al que está sometida la República Dominicana y por la falta de reales perspectivas de cambio. Pero nos reconfortamos hablando de literatura.

Tengo un amigo que dice que yo sería un éxito como leedora de tazas. Y desde esa perspectiva de leedora de tazas fue que sentí aquella noche a René. Y que toqué y saboreé y olí su libro.

A René Rodríguez Soriano, no lo conocía, más que por lo que había leído de él.

Y me gustaba por el amor y la sabiduría como de maestro tornero, que pone en su oficio de bregar con las palabras e imágenes y de cogérselas, como si fueran sus amantes, a veces, con el dominio que recomienda lo metódico y otras, con el gozoso desorden que impone la pasión.

Las fotos suyas que aparecen en las ediciones digitales de sus textos, son desastrosas. No se le parecen. Creo que forma parte de esas gentes a las que las cámaras fotográficas no consiguen plasmar con objetividad.

Sin embargo, la foto en la solapa de su libro, es especial. El escritor lleva una camisa amarilla, que no fue elegida al azar. El color es parte de un código de amor. En la foto, luce mayor y menos apuesto de lo que es, pero también revela una sobria dignidad, acompañada de una compleja tristeza fúnebre, de la que no se puede decir que reposa, sino que bulle acompasadamente, en unos ojos atravesados por un tormento denso y gris.

Queda la música, el libro que se ponía a circular esa noche, es de narrativa experimental, desconstruído y sin una «anécdota» lineal, más cercano a la sonoridad, al ritmo y los caprichos de la poesía que a las racionalidades de la prosa.

Teonilda Madera, la poetisa que aportó una ilustrada lectura feminista del libro, leyó varios segmentos y me asombró deliciosamente, porque seleccionó exactamente mis favoritos.


Aunque es m s bien hermético y de ninguna manera revela todos sus misterios, Queda la música tiene las indispensables transparencias para definirse como un íntimo gemido, en medio de un paisaje urbano, con tantas notas de placer como de dolor.

No son pocas las mujeres que tras tener uno o varios romances, siguen siendo vírgenes, porque sus amantes entran en ellas sólo lo imprescindible. Pero la mujer de Queda la música no forma parte de ese grupo. El libro es un homenaje lírico, triste y tierno, a una mujer que no salió virgen, ni de la cama, ni de la vida, del autor. Y que tampoco lo dejó virgen a él. Sin embargo, un cínico, presente en el encuentro, aventuró la tesis de que quizás no se trate de una mujer, sino de un harem.

SARA PéREZ, PERIODISTA. (El Nacional de Ahora! 8 de setiembre del 2003. Santo Domingo, RD)