La Radio De René O La Complejidad Asombrosa De Su Transparencia

A René Rodríguez Soriano, desde pequeño le gustó escuchar, desde su característico silencio, los cuentos de Juan Bobo y Pedro Animal, una y otra vez contados por los campesinos que estrujaban sus manos escarchadas por el frío, el aliento cortando la neblina, allí donde sigue siendo muy fácil acomodarse en el asombro: ese país tan cercano al cielo que es Constanza. Lo conozco desde hace mucho tiempo, y doy fe de que para entender su obra, es importante acercarnos a la naturaleza, pródiga en colores y misterios, de las alturas que le vieron nacer. René, como la radio de Pablito, puede dar cuenta (y lo hace contando) del «…azaroso trajinar por entre laderas, pinares y bacheos de arroyuelos, hasta llegar al amplio valle de San José del Puerto».

He seguido con especial atención el devenir literario de René Rodríguez Soriano. Sus Canciones rosa, sus Raíces, sus Blasfemias y sus devaneos con Julia. Siempre esperando y temiendo un desvío hacia las estrategias del marketing que, en la vida real, le permiten sobrevivir con dignidad en un medio tan adverso al buen arte, como el nuestro. Pero René, tal y como escribí en los ochentas en la solapita de su poemario «Muestra gratis», ha seguido siendo el mismo muchacho tímido y testarudo que no ha permitido a las circunstancias y a la sobrevivencia, que encasillen su sensibilidad literaria.

Por haber seguido de cerca su trayectoria, conozco la importancia de su historia en su obra. Puedo afirmar que la memoria del escritor ha transitado todas las edades de esa radio de Pablito: La Guarachita y Onda Musical, las madrugadas clandestinas donde vibraban los discursos de Fidel en Radio Habana, Macario y Felipa, I can´t get no satisfaction y El negrito del batey, la iglesia por la mañana y el desembarco de los héroes de junio por la tarde. La muchacha que es sólo ojos y que puede llamarse Julia, Laura, Clea o Bianca. Todo el repertorio, donde cada personaje y situación son elementos analizables, al interno de la estrategia que nos conduce a la esfericidad, al mundo particular y único donde, verbigracia Cortázar, el cuento es «…algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y hasta para sí mismo».

Pero para que todas esas experiencias lograran convertirse en literatura, había que tender el puente de Talita entre la fantasía y la palabra. Porque la literatura de René nos muestra una verdad que no es simplemente social, ni histórica ni étnica, ni antropológica, ni política. Es lo real pretendiendo ser lo imaginable; es la ficción que pretende hacerse real.
Por eso ahora sólo abordaré algunos aspectos notables en el devenir literario de René Rodríguez Soriano, aunque al igual que otros he sentido la tentación de hablar de un cuento en específico (el que más me guste a mí, por ejemplo). De encaminar el análisis por el sendero trillado de las comparaciones. De si René se ha despojado o no de sus viejos fantasmas, si hay similitudes entre «La Radio» y «No les guardo rencor, papá», o si ha cambiado finalmente a «Julia» por «Laura». Tampoco me he decidido por una disquisición que esclarezca la presencia de otros textos en los suyos, los cruces discursivos, las formas más variadas con que se asume la intertextualidad con autores como Cortázar, Onetti y Fuentes.

Mi propuesta, al menos la propuesta crítica, es que René, con su libro «La radio y otros boleros«, se ubica en otra dimensión textual: la aproximación a una madurez en el oficio, que ha logrado colocarlo como referencia obligatoria dentro de la narrativa dominicana.
Estamos frente a textos donde se consigue fusionar los elementos y la construcción. Una obra que logra insertarse en la contemporaneidad, con su anarquía plástica y el desenfreno de las formas. René nos otorga en cada cuento la posibilidad de mirada hacia la profundidad que subyace en lo real, cuando esto aparece tan sólo como aprehensible; y en esa misma superficie del vacío, construye y descontruye esa profundidad que únicamente es honda en la medida que logramos lanzarnos, abismarnos (víctimas reales en una fatalidad fingida).

Compleja metamorfosis la de una literatura que podría llegar como cuento a los oyentes pueriles, pura y simplemente como divertimento, pero que degenera las zonas de la comprensión, complejiza los mecanismos de aproximación a su textualidad, en aquellos que presentimos que el verde puede ser gris o viceversa, que hay un desgarramiento, un vicio, un lado oculto, en cada episodio de la cotidianidad.

Rodríguez Soriano, en su tradicional suma de 13 textos, donde fluyen las mismas inquietudes temáticas de siempre, la prosa limpia en su música y en los detalles que convocan el universo cotidiano, nos sorprende incluso con lo que he considerado una novela corta («And I love her»), con un texto hecho tan sólo de diálogos («Killing me softly»), y con toda su historia y la nuestra contenidas en la emotividad de «La radio» (mi favorito). Asume un compromiso con lo que hace años viene cavilando: la decisión de perfeccionar su trabajo en el lenguaje, de no abstraerse de su compromiso con la magia de lo de todos los días, para enrollarse en profundidades que a menudo sólo llegan a ser formales. René demuestra, por fin, en «La radio y otros boleros», que la sencillez con que ha querido narrar no es espontánea. Ha sido urdida en interminables noches insomnes recorriendo en el lomo del jinete polaco los intersticios de un pueblo que puede llamarse Magina, Constanza o San José del Puerto.

Y descubre las zonas donde ha logrado, escrupulosamente, que cada palabra sea un sistema imposible sin la presencia de la siguiente, un círculo donde nos quedamos atrapados por la garra indefectible con que nos atrapa lo que es bueno.

Visto así, el puerto a donde nos conducen la continuidad y el tesón de la obra de Rodríguez Soriano, ese arte tan viejo de contar cuentos, ese efecto único engrandecido por tantos maestros, nos ubica en «La radio y otros boleros» como afirmación de todo lo anteriormente escrito por él; por tanto como negación. El autor conoce la estrategia que lo orienta hacia su definición: la complejidad de la perfección, la limpieza del lenguaje, la capacidad de utilizar la lúdicamente la realidad, de transgredirla, para entregarnos por decisión aquella que él ha inventado para nosotros, sus lectores. Una filosofía difícil; la ubicuidad de sus fantasmas, los desgarramientos que se da el lujo de articular de forma lúdica al engranaje de su trama y sus sorpresas. La fluidez, esa condición de agua característica en la narrativa del que también es poeta y publicista.

Rene ha madurado, ha profundizado su presencia en lo contemporáneo con toda su originalidad. Pero aún me permite dar el mismo consejo que Borges, guardando las distancias, cuando hablaba de la obra de Kafka: «La obra está escrita con inocencia, debe ser leída con inocencia».

MARTHA RIVERA, Premio Internacional de Novela Casa de Teatro 1996. (Ventana, Artes y Letras. Listín Diario, Santo Domingo, RD. 20 de octubre de 1996)