Dissensus

Apreciado señor director:

He leído recientemente en el No. 26699 de fecha 21 de septiembre del año en curso, de ese prestigioso matutino, la reseña que en la columna “Libros Dominicanos” hace el distinguido periodista don Francisco Comarazamy del poemario Canciones rosa para una niña gris metal, original del escritor René Rodríguez Soriano.

En dicha reseña el conocido periodista emite algunos juicios que me chocaron y de los que discrepo. Pensé mucho antes de sentarme a organizar mis ideas para escribir esta carta, ya que el señor Comarazamy adelanta en el tercer párrafo de su reseña que sus criterios los hace públicos “a sabiendas de que me expongo a ser víctima del enfado o de la ira de los cultores de ese tipo de literatura”. No querría que el señor Comarazamy pensara que hay enfado o ira en mí por lo que él escribió, simplemente hay discrepancias. Esas discrepancias las considero lo suficientemente importantes como para escribir estas líneas y atreverme a ocupar su solicitada atención con algunas divagaciones sobre lo expresado por el señor Comarazamy.

La primera discrepancia con el culto y perspicaz periodista se establece en las tres primeras líneas de su reseña. Allí el señor Comarazamy dice que “René Rodríguez Soriano se complace en ser o trata de ser original o novedoso en su forma de expresión o de conducirse en el mundo de las letras”. En el párrafo siguiente da a entender que se trata de un afán por “sobresalir apelando a los retrueques y las habilidades y destrezas que permite el lenguaje”.

Ese juicio del periodista me hace pensar que él parte de un prejuicio. Lo digo porque, al contrario de él, creo profundamente que el discurso del señor Rodríguez Soriano es como es porque no puede ser auténtico a la vez que ser de otra manera. Explico el galimatías. A mi juicio, cuando un artista se propone (como acto de voluntad, conciente) ser original, comienza con dejar de ser artista. Podría ser un artesano hábil e ingenioso, pero no podrá trascender. Construirá artefactos que al igual que los fuegos artificiales deslumbrarán, captarán momentáneamente nuestra atención, pero su efecto estará condenado a ser efímero, pasajero, no podrá impactar profundamente nuestra sensibilidad e inteligencia, ampliar nuestra visión y comprensión del mundo, enriquecer significativamente nuestra vida, cualidad propias del verdadero arte.

No creo, pues, que un artista verdadero adopte poses, que un estilo se determine cerebralmente. No. Se pueden aprender ciertos trucos del oficio, pero el arte no radica en los aspectos meramente técnicos, formales, mecánicos; el arte escapa a cualquier control, a cualquier erudición, a cualquier voluntad.

No creo aportar nada cuando digo que no se es artista porque se desee serlo, sino porque no se puede dejar de serlo. El artista verdadero o lo es o revienta. Se expresa artísticamente no porque así lo quiera, sino porque no puede evitarlo. Ese es su drama o su tragedia, según el caso. Los otros, los que hacen inauditos esfuerzos por ser “artistas” pero carecen de esos demonios o fantasmas, de esa necesidad vital de expresarse, constituyen esa plaga de mediocres que merodean en las fronteras del verdadero arte y agobian al resto de la humanidad con sus mamotretos. Esa hojarasca es barrida por el viento de la historia, los artistas verdaderos permanecen y se crecen con el tiempo.

Es a mi juicio un error entender que el señor Rodríguez Soriano escribe de la manera que lo hace por el interés de “sobresalir”. Creo honestamente que un verdadero artista (y soy de los que creen que el señor Rodríguez Soriano lo es, al grado de que incluso me permití escribir un modesto ensayo sobre su primer libro) se expresa de la única manera que puede hacerlo. No es que elija una manera entre muchas, sino que posee una sola y que intentar aclarar u oscurecer su expresión lo puede conducir a sofocarse espiritualmente. Así, no es Lezama Lima quien escoge ser oscuro, barroco. No es Góngora quien concientemente se dispone a construir un tipo de poesía como la que escribió en sus últimos años, no es Kafka quien escoge sus temas y la forma de exposición de su narrativa. No. Es que no podían escribir de otra manera y dar salida a su mundo interior. Son esas potencias ciegas que anidan en nosotros las que imponen sus reglas y el artista lo más que puede hacer es someterse a ellas, ser dúctil y dejarse conducir.

Me voy a permitir la impertinencia de una cita. En Apologías y rechazos, Ernesto Sabato escribe: “Si el creador es profundo, si no practica esa fabricación de best. sellers de temporada que hoy reemplaza en su mayor parte a aquella misión sagrada que recuerda Jaspers en los trágicos griegos, es por lo tanto un rebelde, un delegado de las Furias, aun sin saberlo, y por supuesto sin quererlo”.

Se me podría acusar partidario del irracionalismo y otras lindezas, esos riesgos los corro y acepto en defensa de lo que es mi verdad, pero creo a pie juntillas esto que digo.

Segunda discrepancia: en el sexto párrafo el señor Comarazamy expresa al final: “Confío, empero, que finalmente, en la etapa de la necesaria madurez, sabrá eliminar (Rodríguez Soriano, A.J.), más que otras cosas, ese sexualismo de que está tan impregnada la presente obra y que nada positivo aporta a su indiscutible potencial poético, sino que, por el contrario, la vulgariza”.

He leído varias veces el poemario y no encuentro dónde está ese sexualismo capaz de vulgarizarlo. Creo que si nuestro apreciado reseñista se ha escandalizado ha sido por exceso de puritanismo. Este poemario constituye, y así se consigna en la contraportada, la respuesta de Rodríguez Soriano a las canciones rosa, a una visión falsa del amor que lo sublimiza y enajena del mundo real en que el amor se da como experiencia. Por fortuna la literatura se ha librado de muchos de los tabúes que impedían la expresión de ciertas realidades o la constreñían al uso de eufemismos. Ya estamos a salvo (¡gracias a Dios!) de tantos versos “galantes”, de tanta poesía “de salón”, de tanta literatura “rosada” que roza pero no toca, sugiere pero no aborda, que se mantiene en la tangente del tema amoroso, presa de una tensión febril entre asumir la expresión literaria del amor tal cual es y el rechazo del tema sexual por considerarlo “sucio”, “degradante”, “vulgar”, de “de mal gusto”, etc. El sexo (y espero que se me perdone el tono doctoral y pontificador) es cuestión humana, tan humana como el comer o el trabajar. Nadie protesta porque se escriba un poema al acto de comer o de trabajar, ¿por qué entonces excluir al acto sexual de arte? No creo que el señor Comarazamy prefiera que se sigan manteniendo dos patrones de conducta con respecto al sexo: uno público, falsamente moralista y puritano, y otro privado, lleno de aberraciones. Es mejor que aceptemos al sexo como algo natural y nos dejemos de mojigaterías. Además, insisto, no encuentro dónde está el “sexualismo” en estos poemas.

Creo que cada obra de arte genuina, auténtica, nos enfrenta a nuestros propios límites, nos amplia el campo de visión, presenta la realidad bajo una nueva luz. Aquí me voy a permitir abusar con otra cita, esta vez de Ionesco. En Notas y contranotas, el lúcido dramaturgo escribe: “Renovar el lenguaje es renovar la concepción, la visión del mundo. La revolución consiste en cambiar la mentalidad. Toda nueva expresión artística es un enriquecimiento que corresponde a una exigencia del espíritu, una extensión de las fronteras de la realidad conocida, que es aventura, es riesgo (…) Toda obra, que responde a esta necesidad puede parecer insólita al principio, puesto que comunica lo que aun no ha sido, de esa forma, comunicado.”

Comparto con el señor Comarazamy otros juicios por él vertidos sobre el autor y el libro e incluso creo que fue en exceso generoso con ambos, lo que lo enaltece, en un medio donde la mezquindad de espíritu abunda. Hemos expuesto estas discrepancias porque consideramos que el distinguido columnista partió de dos prejuicios al juzgar el poemario. Uno: que el señor Rodríguez Soriano busca ser a toda costa “original” en su expresión; dos: que incurre en un uso vulgar de lo sexual (tal vez por ese afán de originalidad que le atribuye). Hemos intentado ofrecer otra manera de abordar ambos aspectos.

No quisiera dar término a esta carta sin reconocer la importante labor que realiza don Francisco Comarazamy con su columna donde reseña las publicaciones nativas. La honestidad y el buen sentido de sus reseñas, el desprendimiento con que realiza tan importante y poco valorado trabajo, satisfacen una necesidad del lector dominicano de estar al tanto en lo que se publica en nuestro país y leer una opinión autorizada sobre dichas obras.

Agradezco también a usted, don Rafael, la molestia que se tome con esta carta y su posible publicación en tan importante órgano.

Atentamente,

A.J.

AQUILES JULIÁN, ESCRITOR. (Cartas al Listín, Listín Diario. 1 de octubre de 1983. Santo Domingo, RD)