Griffin Con Tarta Helada

Griffin con tarta helada

Trozos de viejos calzones, cepillo, brocha, betún, pasta y paquitos para los clientes; conformaban el más preciado bien de tu pujante y meritoria empresa. Ese fue el comienzo. Eras el que sabía entretener al marchante. Andabas sobre la tierra y con los pies, a zancadas cortas, seguras, y con tu industria al hombro. Tus ideas eran claras: conversar con el cliente para que pagara conforme.

Pero un día asaltaste las calles con tu nuevo «look». Habías ganado amigos que te doblaban en edad, elevados, encumbrados y «enfluzados». No llevabas contigo tus implementos, tus insumos. Tu fuerza de trabajo se concentró en la parte superior del edificio. Ahora, debías pensar y economizar fuerza física. Eras investigador, con saco y corbata (cortaron la luz en tu casa), con un nuevo instrumento de trabajo más digno (Morocho quebró el ventorrillo) de tu elegante porte. Eras más intelectual (Simplicio, maletín en mano enrumbó para la capital, su barbero a domicilio ¿quiere un «chagui» o un «afrito»?).

A decir de Miguel, u otro de los zumbones del parque, descuidaste alimentar la planta baja (asunto de condumio o falta de cuchara, sobre todo), no pensaste que, sin zapata, se quiebra y viene abajo la segunda. Sólo buscabas sustento para la azotea, dando mente y muela y mente, y más muela (el viejo Conery -viudo, dundo, medio ciego-, y tus hermanas comenzaron a perderlo todo). Entraste a una nueva etapa de tu vida: lustrando el verbo y la sin hueso, predicabas.
Otro día, tu traje se peleó para siempre con las manos lavanderas, la corbata te hacía gracioso, no elegante; y el pantalón, en la parte trasera, decidió hacerle muecas y sonrisas al tiempo. Se comenzó a notar el mal heredado de tu sospechosa amistad (tu hermana chiquita llegó hasta el reino de Inglaterra, trayendo en brazos rubios el fruto de su amor de estera y claraboya). Comenzaste a ser «El golfo» de la película del cantante español. Cantabas. Leías y seguías alimentando sólo la planta alta.

Solicitaste que se te reuniera la juventud del pueblo para hablarle del cosmos.

Volaron las palomas de Paso Bajito, y tus amigos se fueron por donde vinieron. Te quedaste sin pasaje hacia cada día más extraños y lejanos viajes (no más paño con pasta; sí cedaceo, Polinia; sí Morocho enamorado, y cinco y cinco, en la vellonera de la esquina, y la guitarra desafinada; la otra, con su inglesito, y el más pequeño, ¿por qué lo joderán tanto?); tú siempre con tu nuevo implemento bajo el brazo.

Y te dio por cantar, y subir muy lejos por la carretera, pedir una «bola» hasta la entrada del pueblo, y regresar y repetirlo y repetirlo y repetirlo y repetirlo y repetirlo, bajo agua, sol y viento. Así andabas, Olegario. Así sigues, aunque ya no llevas bajo el brazo tu Biblia ni hablas de Jehová ni lustras zapatos ni cuentas cuentos. Te remontas por las zonas siderales, soñando, con el cerebro cargado y el estómago vacío, sin amigos sin capital ni norte. Eso sí, no tiras piedras, Olegario.

Sabado 21 de febrero del 2004 El Caribe