El Síndrome Guillot I

El síndrome Guillot I

Igual me venden la salvación, la sanación o el más inútil de los tereques multiusos

Pudiera deshojar la rosa de los vientos, cruzar los siete mares, «o hervir -como decía el tío Julio- la radio con las papas» para no oír. Para no ver. Para no sentir. Para no saber que, entre el inmenso abanico de posibilidades que me brinda mi condición de inmigrante, tengo -entre otras- las posibilidades de «aprender inglés sin maestro, hablando en español, como Plácido Domingo, o vivir eternamente gracias al factor calcio, la limpieza del colon o la milagrosa uña de gato»… Lo primero que deberían decirnos, a los recién llegados -«mojaítos» o no- que la mejor cura, para no enfermarnos, nunca ni siquiera del dolor de la ausencia, es no ser tarjetahabiente.
Si opto por hablar como Plácido Domingo -sin su acento, por supuesto- y si no tengo tarjeta del seguro social ni de identificación ni de crédito, debo suministrar el número telefónico de quien se gana la gloria -y el dinero con mis fuerzas y mi escaso talento- de algún primo o pariente que me aloje o me esconda y, a cambio, aprenderé lo tanto que me falta por aprender. (Si dejo de pagar las lecciones, aunque me lleguen incompletas, llamarán a mi patrón, a mi primo, a mi pariente. Los presionarán y me harán cumplir mi compromiso porque no estoy en mi tierra, en fin…).
El manto infinito de la ley protege los negocios lícitos, sobre todo en tierras de oportunidades y libertad para todos por igual. Si aún así no aprendo, tengo un recurso supremo: llevarlos a la corte. El problema es que los jueces, es muy probable, ni siquiera hayan oído hablar de Plácido Domingo y no entiendan ni zeta. Tendría que recurrir entonces a los servicios de un profesional que sepa hacer valer sus derechos… pero, en vista de que también puede darse el mismo caso, no tenga la forma y los recursos. mejor no intentarlo, vaya a ser que sea pasible de demanda por difamación, injuria o qué sé yo.
Sin una buena tarjeta de seguro médico o de crédito no tengo necesidad de ir a sentarme en un salón azul, frenético, a leer las revistas a las que -como tumores, antes de la cena de Acción de Gracias-, cientos de pacientes bulímicos y anoréxicos les han extirpado los cupones con dietas y planes para rebajar. Ser insolvente es una visa para respirar tranquilo y no tener que conocer toda la fauna que a diario acude tras sus cuatro minutos de bienestar y goce con el atildado descendiente de uno de los legendarios blacamanes que desde épocas oscuras asolan la humanidad.

Sabado 4 de diciembre del 2004 El Caribe