Dominicano Hasta La Tambora

Dominicano hasta la tambora

Miami, FL.- Si hay algo que identifica a los dominicanos en cualquier parte del mundo, además de su amor por el merengue, la pelota, los tostones y los frijoles con dulce, es su acendrado amor por la tierra que los vio nacer. No importan los colores de los equipos ni de los partidos, poca gente saca la cara por su patria con tanto amor y devoción como un quisqueyano.

Esa gente, medio campechana, jocosa y, una vez más que otra, medio belicosa, verdaderamente tiene una forma muy peculiar de ver y llamar las cosas. De ahí que, lo que para el normal de la gente tiene un significado estándar y aceptado, allá tiene una connotación que puede hacer temblar hasta las más firmes vigas de la seguridad nacional. No se le vaya ocurrir, amigo lector, decir que la esposa del Ministro tal o la hija del Superintendente cual “es un avión”. Usted, que se sepa, no tiene constancia de la cantidad de pasajeros que ella suele montar ni viceversa. Claro, se habla español, pero a la dominicana y con orgullo.

Pero, dadas las características de los oscuros orígenes del Estado dominicano, zona por la que, sin metro aún, no viene al caso transitar ni a pie ni en burro… hablemos un poco, siempre en el mejor sentido del habla con el sabor y el “melao” con el que el dominicano se las ingenia para nombrar las cosas con los nombres más pintorescos y zumbones que a mente humana pudiera ocurrírsele alguna vez.

Por ejemplo, es bien sabido que la moneda de curso legal, mediante la cual se realizan todas las transacciones comerciales, es el peso dominicano que también responde a los nombres de “tolete”, “tululú”, “hojemango” (hoja de mango), “jáquima”, “ventana” (papeleta de veinte), “científico” (la de cien), “cocós”, “tablas”, “ñingo”, “ripio”… y eso no es todo; a la hora de pagarle a unos “sus cuartos”, tiene que ser “al cantinazo”, “al cacarazo”, “ten con ten”, “uno arriba de otro”, siempre y cuando sea al contado. Si fuera a plazos, pudiera ser “gota a gota”, “chin a chin” o “chele a chele”.

En tiempos remotos, la principal moneda era “el clavao”, moneda que tuvo curso en la época en que los Estados Unidos ocuparon las Aduanas, entre el 1916 y el 1930, cuando dejaron a su pupilo Rafael Leonidas Trujillo Molina, quien después advendría en “Benefactor y Padre de la Patria Nueva, Primer Maestro” y el mejor amigo de los hombres de trabajo, sobre todo los que se pelaban el lomo de sol a sol trabajando para las empresas propiedad del Estado, que era otra persona que él y sólo él y nadie más que él, quien puso su foto hasta en la más insignificante moneda que dejó de ser “la mota” (medio centavo) y devino en “chele” con la palmita, símbolo de la hidalguía del tirano, moneda ésta que, por su color cobrizo, popularmente terminó siendo conocida como “joco”.

Ajusticiado el tirano, después del primer intento del doctor Balaguer, el triunvirato de dos –puesto que el tercero jamás dio la cara-, lanzó las famosas papeletas que sustituyeron las monedas de cinco, diez, veinticinco y cincuenta “cheles”. Éstas, como era de frágil el gobierno comandado por los dos triunviros, desaparecieron como desaparecerían años después los cisnes del Palacio Nacional, y luego el peso pasó a llamarse como el patricio Duarte y cada vez a ponerse escaso, escaso, tan escaso que, muchos de los que vivieron los fatídicos días de la tiranía trujillista, entienden que no por dicha –o chepa como se diría allá-, la pava no pone donde ponía.

El asunto no se acaba ahí; si damos corto paseo, siempre en coche, por atajos y caminos de los nombres propios dejaría a más de uno boquiabierto. Muchos recordarán el pintoresco “Almanaque de Bristol” que regalaban en las farmacias de antaño, un imperdible en cualquier casa de una familia que se reputara de tal, y tuviera planes de crear una prole como Dios mandaba y establecía. Ese cuadernillo, de color marrón sucio y con los consabidos anuncios del Agua de Florida de Murray & Lanman en la tapa de atrás, sin lugar a dudas era el vademécum o la Biblia a la que había que recurrir para, acorde con la fecha del nacimiento del vástago, elegir el nombre que acordaba el Santoral con que debía ser bautizado de por vida.

De ahí que algún muchacho terminara respondiendo a un nombre de muchacha; como Pilar, por haber nacido el día de Nuestra Señora del Pilar, o el otro que terminó llamándose Mártires del Calvario o Santoral Véase al Dorso del Rosario. Pero también hubo muchachas que tuvieron que soportar a todo el curso cada vez que la maestra, al pasar lista, las llamaba como Venerita, Venérea o Teódula. Ahora, el más avezado de todos fue don Pío Rosado, amo y señor de la comunidad de Los Corralitos, quien quiso que sus hijos se distinguieran de los demás muchachos del paraje, y decidió graduarlos sin necesidad de enviarlos a la universidad. Había que verle la cara a Agrimensor Rosado cada vez que algún bufón de esquina quería saber cuántas varas medían las enaguas de su hermana Nursa Rosado.

Pero esos nombres son cosas de un remoto pasado, después vendrían las telenovelas con su nombradía color rosa, y más atrás la fuerza devastadora del baloncesto de la NBA, donde un Scotie Pippen Delgado no tendría que hacerle la segunda a ningún Maiquel Montero; ya hacía rato que habían caducado los coqueteos con los Ilich, los Nguyen, los Mijail, las Ivanovna y los Petrov. También eran anacrónicos los anagramas y las invenciones con las iniciales y las primeras letras de los nombres de los padres, los abuelos, padrinos y tíos residentes en el exterior. Porque, y es bueno que se sepa, hubo un tiempo en que eran contados los que tenían un tío en “los países”. Todos se daban cuenta cuando uno llegaba a la escuela con sus “panchos”. De inmediato le miraban de otra forma y le decían: “Barajo Mon, vino la tía y te surtió…”

Ahora bien, ni todas las perlas de Oriente ni los perfumes de Paris ni el brillo ni el cadenerío de Nueva York, deslumbran tanto a un dominicano como su “pescao con coco”, sus pasteles en hoja, sus canquiñas, sus roquetes… y, ni hablar del pimentoso merengue, conjuro contra el clima, la lengua o la distancia; tisana que devuelve el alma al cuerpo y afloja las coyunturas… Es más, haga la prueba amigo lector, deje que repique la tambora y se arrastre la güira, seduciendo al acordeón, “si bota miel por los poros”, o no aguanta el cosquilleo en los pies, la persona que está a su lado, “no hay ma na”, es dominicano. Por eso, a nadie le sorprende que dos grandes figuras de la música, de escuelas tan diferentes, como el maestro José Antonio Molina, director musical de los conciertos mundiales de los tres tenores, y El Caballo Mayor, Johnny Ventura, afinen en la misma nota para confesar a todo pulmón y a boca llena, “con to el suiche”, que son dominicanos hasta la tambora.