Boquita Pintada

Boquita pintada

Debería legislarse en retroactivo para que los estudiantes del pasado sean liberados de tanto esfuerzo en la cerviz

Me parece verla-oírla, con ese ritmo, cojitranco que acelera, salta, pausa, pausa y vuelve y pausa y se acelera, para alzarse con un grito-canto que le rompe la sordera a los vitrales polvorientos de la iglesia que dormita frente al parque de antes. Detrás, en fila india, venían, «pintos joberos», cinco, seis, siete, o tal vez, sólo tres pequeños asustados. Moncito iba delante, manoteando y balbuceando sabe Dios quién sabe qué. Era Domingo de Ramos o Día de Las Mercedes, y en la ruleta colorida, el vendedor de helados insinuaba un mundo de sabores a granel.
Ahí no paraban las aguas. Entre el carmesí y el fosforescente rosa de los labios y cachetes de Viviana Delgado, tan relámpagos, tan luz, hacían su aparición, blanquísimas, equidistantes y parejas, sonrisa y dentadura que ya quisiera para sí la Monalisa. Y el trote ahí, tres, cuatro, cinco, siete pasos detrás de Moncito. Los niños, no muy lejanos, un poco más atrás. Y mientras, desde las gradas lejanas, algún burlón o buhonero reivindicaba las bondades del sebo de oveja o las ramitas de romero con aceite de castor y valeriana, ella vendía quinielas.
Constanza era una aldea. Orillado de pomares, el río se perdía en largas tardes, los muchachos iban de un lado a otro buscando las pelotas que, al bañarse en sus aguas, se convertían en extrabases. Los lunes, si no llovía con furia y sin gobierno, había que izar Bandera de uniforme y «ya empezó su trabajo la escuela, y es preciso elevarse al azul.»  Ruindad en demasía, debería legislarse en retroactivo para que los estudiantes del pasado sean liberados de tanto esfuerzo en la cerviz y tanta jerigonza patriotera, si a fin de cuentas la Bandera hoy día es capaz de cubrir cualquier despojo. Corte brusco. Escena a menos cuadros. Mientras la maestra se empeña en camuflarnos un mundo de modales pausados, comedidos, melindrosos, la Mocha, allá en la calle (detrás de Moncito, por supuesto), vocifera porque atrás (cinco, seis, siete, o tal vez sólo tres «pintos joberos») sin uniformes no pueden entrar a la escuela. Se escucha el taconeo irregular, perfecto, entrecortado. Como cencerro sincopado, el taco del zapato, trata de afinar con el de clave o de muleta. Entre su hermano y el Estado zumba el baile. Nadie sabe a ciencia cierta quien es más ignorante: si el que, de un hachazo seco, le cercenó la pierna, o el otro que, certero como siempre, sencillamente no hizo nada.

Sabado 2 de abril del 2005 actualizado el viernes 1 de abril del 2005 El Caribe