Boca De Sebo

Boca De Sebo

Algo más que un ángel que sacábamos a pasear las tardes de domingo y los Jueves de Corpus.

Sus desafinadas y monótonas peroratas eran más largas que el pito de las doce. Él mismo -decía más de uno-, era más viejo que el rayo, y muestra de ello era la piedra lucia que guardaba en el bolsillo de su ajado pantalón, siempre arremangado de una pierna más que de la otra. Boschista rezongón, enarboló más de una vez consignas y anatemas por la sinuosa inmunidad de «Malaguei». Moncito era un poema, una montaña, un huracán de maldiciones y alabanzas.

Tamborero de otros tiempos, voceador de quinielas y billetes que casi nadie compraba, su presencia siempre le agregaba nuevos tonos al color local. Y al sonido también. Es más, se oye el rumor que todavía quiebra y zurce los compases, los parte en dos y vuelve y zumba, galope lento que se pierde tierra adentro: «allá diba, ay, allá diba.» y los muchachos vociferan, corretean y, entre el correr y el agacharse, asoma el traqueteo cojitranco, la voz que sobresale y que contrasta. Ya no canta, recrimina:

-Da ma vieje tu casa sedá.

Y sale a buscar bronca con el sol, rutilante, negra y afilada la piedra que con él le da la vuelta al día en más de ochenta dichos y anatemas. ¡Tranquilo, Bobby! No es Troya ni Faluya. Escasos, dispares, descuidados, raros y mansos, caninos y molares hacen su aparición, poblando una sonrisa que ablanda de un zarpazo los afilados garfios de la burla y del temor. Y el pregón que se encrespa, y el canto que lo cruza, blandiendo al aire limpio su más fiero blasón de mansedumbre. Moncito era algo más que un ángel que sacábamos a pasear las tardes de domingo y los Jueves de Corpus.

-¡Ete, cohete!

A veces, se le zafaba el percutor, y hablaba sobre el buey que habló, que no precisamente halaba más que los indignatarios y ministros que, con su verbo engominado, surcan y parcelan la libertad y la razón. Constanza era una aldea, lo recuerdo, y había coles, fresas y depredadores forestales que no veían con buenos ojos que se anduviera con sandeces. Lo afirmaban los carteles, eran amigos de los hombres de trabajo, pero no de un loco manso que, entre otras herejías, intentaba torcer el curso de la historia. Y parían otras bocinas, las bocinas con el mantecoso mote que no hacía más que reafirmar su infamia:

-.aquí no quedan indios, mucho menos indios clados!

Sin prisa, se marchaba. Siempre guardaba la distancia, siete u ocho pasos detrás de La Mocha -y entre ellos- tan sólo tres «pintos joberos» asustados.

El Caribe 28 de Mayo del 2005