Un Día Volveré
mayo 13, 2015Un día volveré
Ni siquiera intentábamos convencernos ni convencer a nadie de virginidades y blasfemias
Mientras el gobernador de la Florida -con una anacrónica, verde y desechable camarita de tres dólares-, se empeñaba en captarle el ángulo favorable a su hermanito en su segunda juramentación en la Casa Blanca, Ramón y yo volvíamos a nuestras andadas. Esta vez no nos movían motivos para oír a Tito, ni siquiera intentábamos convencernos ni convencer a nadie de virginidades y blasfemias. Nos acompañaban Ruth y Carmen, en una travesía de casi dos mil millas por carretera (más de dos veces la extensión territorial de RD). Íbamos camino a Nueva Orleáns, con parada en San Agustín.
Luego del caluroso encuentro en el aeropuerto de Miami, a medida que subíamos hacia el norte, descendía la temperatura y aumentaba nuestra ansiedad por llegar a una ciudad que nos haría sentirnos como en casa. Su trazado, sus edificaciones y hasta el color habría de remitirnos al tan amado espacio de la Zona Colonial que tanto recorrimos en interminables noches de miércoles. Era viernes y, sobre todo a las tres de la madrugada, era difícil encontrar siquiera duendes en las calles. Mucho menos cervezas y otros etílicos espíritus para espantar el frío y cierto asomo de cansancio. Luego de un agitado bureo por callejones, cementerios y gift shops, plenos de descoloridos y abrigados turistas, cambiamos rumbo hacia el oeste y, entre historias y canciones de éste y de otros tiempos, desfilaban ante nosotros los carteles de salidas hacia ciudades, muchas de las cuales conocíamos de oídas por las noticias o por el cine. Un mapa que se desdibujaba en el millero del auto que, como brioso caballo galopaba sobre las líneas imaginarias y los puentes del atardecer que nos encaminaba hacia el otro arribo amaneciendo a la mítica ciudad a orillas del Mississippi. Si en callejuelas, bordones y entrepaños de San Agustín se respiran aires de la España Medieval, en los balcones, ventanales y ferryboats de Nueva Orleáns late la presencia de Francia. La música, los colores, la calidez de la gente nos provocaba cuestionarnos: ¿estamos en USA? Ni un solo troglodita policía con su trusa ajustada se manoseaba la pistola, los celulares y los genitales frente a la gente que desafiaba la fría noche para celebrar el Mardi Gras. Creo que entre saxos, tubas, trompetas, trombones y danzantes, nos quedamos perdidos en los acordes de un pueblo donde hasta el silencio sabe a ciencia cierta cuando y donde combinar con arte los sonidos y el tiempo.
Sabado 29 de enero del 2005 El Caribe
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