Sed(a)ntes

El placer empieza
en el momento en que el gusano
se anida en la fruta.
Georges Bataille

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Vigía I
Vigía I
Vigía I

Vigía I

ENTRA, se aposenta allí hecho un basilisco y se deja caer, difuso sobre un sillón casi invisible. Busca por los rincones, vira y torna a virar hasta que, en el rincón, sobre la pelada otomana encuentra el libro aquél que, desde hace unas semanas, le tiene vueltos los sentidos, devolviéndole sutiles guiños de esa poesía fresca y diáfana que acostumbraba leer en las tardes tibias de los trópicos, entre arroyuelos y amapolas. O en los parques tropicales, mirando con el rabillo del ojo como la brisa juguetona levantaba las faldas a las muchachas y se mofaba de pacatos y aguafiestas.

El surtidor de humo comenzó a reflejar sus gestos repetidos allí, dentro de densas nubes que transportaban el temor, el punto misterioso y profundo del nacimiento y del alivio, el insomnio, los colgados despojos y su ascensión aletargada por el punto tumultuoso del eco. Su propia castidad sodomizada frente al espejo daliano de la tarde, caía escondiendo la voz, el cuerpo estremecido y sus pasiones. Su sol revolvía las contradicciones, la lumbre agotada de la sangre; su voz desvelada en el látigo eludido de la estrella; discordante en el fruto efusivo, volátil del pavor, el sueño, la alegría.

Afuera, la tarde entonaba todos los posibles ritmos del escape. Los autos, los transeúntes y las muchachas, con objetivos predeterminados tomaban posesión de sus garitos, el sol, ahogado y tibio, se afanaba por mantenerse a flote. No le respondían sus párpados, no le obedecía el desenfreno que se había apertrechado en los bares y las terrazas tiradas sobre las calzadas y los bulevares y los empleados públicos y las secretarias y heladas las cervezas, encendidas las pasiones, afuera.

El estar solo no indica el silencio. El no ir a ninguna parte, sí, se dice y se repite con desenfado y bien templada voz, la profundidad no es sinónimo de laberinto ni intrincados sofismas, como si lo gritara desde el púlpito y se aferrara a las páginas de su libro, como si su propia vida pendiera de las mismas. Lee –en voz alta, se lee. Tal vez canta. Sencilla y desnuda la palabra, despojada de artificios y afeites, sale a tomar el sol junto a las ranas cansadas de sus sordos ecos.

Ven, domadora del hombro gravitante al encuentro de la sugestión, al baile de los ritmos sagrados y sus círculos de furias y torbellinos. Aparta ya la copa ebria del remordimiento y el odio, bacante del látigo retorcido y la sustancia plástica que circula en druidas simientes de la incógnita solapada del fruto tranquilo y la fragancia del jinete que muerde la fecundidad del arco alborotado de la piel. Danza melancólica, temible arpía en las tentaciones exultantes del principio entrevisto, oblicuidad y descarga en la efusión perfecta del sexo. Has venido a entregar el frenético fondo de lascivia horizontal en la cintura de tus ríos, riendo en el llanto helado que escucha el tornasol y el vicio lívido y excitado del aliento. Luego, risas, fragmentación voluptuosa del yo: la cifra órfica del nirvana constante del olvido, la fiesta y el desdén. La curva soberana que crea o libera el cadenciosa huella, la gestualidad, el ritmo, le geste auguste du semeur. Sensaciones sofocadas que lastiman la frente y sustraen los lloros, el espejo inclinado, la fijeza destructora del acto. Ay, ella envuelta en esplendores toca la lira como Orfeo desciende bajo la sonaja de un huésped. Inerte y triste. Aquí las noches remueven las flautas cándidas del velo y la penitencia derramada en el lecho,

Y a pleno pecho, a todo pulmón brotan las lágrimas que se lavan a orillas del recuerdo o del olvido, el verano, la playa y la distancia. Ausente, vagando en aguas de los sueños, viaja o lee en pleno tren, en el apurado trajín de las grandes ciudades, en los helados climas y entre la fría soledad que engendra la ensimismada multitud que se busca y nunca se encuentra. Ajetreo constante, tiempo detenido en un girar cuadriculado y absurdo. Realidad de cartón piedra, plastilina y neón. Sólo de Dios, desangrado espoleado por la ausencia y el destierro. Y el teléfono, la radio, tal vez,

oh, bestia delirante del crimen y el cirio del hueso que asciende como remolino sosteniendo el pánico de la doncella. Y el instante agolpado de delicias en las tinieblas. Pero ay, si tu nombre ondulante en las aguas incisivas del sueño revelara las huellas, el origen. Más allá del celta y la cicatriz ascética cuanto afán anticipado en la ascensión y la ausencia bacante de la otra figura danzante, posesa misteriosa tendida en el estremecimiento de tu lengua e inmaculada en la luna pensante y rigurosa, recreándote el hermético clinamen doríforo de las dimensiones victoriosas has de asumir la perdida compasión de la cicatriz y los lebreles venerados de la sombra callada del grito. Escupiendo las piernas perezosas que sollozan entre abalorios vigorosos. El opio del puñal enfurecido por la amante que danza implacable en la hecatombe del crimen. Hecate transformada bajo el intenso ardor de los videntes polares con sus antorchas en la boca persuadida. Flotante y extraña como el ciego crujiente de la estatua. Unció fin el zar, el proscenio fugaz y omfalo temporal del amasijo como el ardor de las durmientes alumbrando la ausencia del macho. Ella amaestra el vagido ilusorio del otro. El alma, la carne consumiéndose mientras bosteza de desesperación la tragedia. Exhalando el opio glaciar de la palabra. El arrebato extraviado y fantástico del pálido golpe de la hermosa, que pasea sus invisibles diamantes de esperanzas sobre el césped y alrededor del ícono insomne de la magia. Y el fétido trapecio de la huida. El abismo aprisionado en los lirios intactos del desvelo boreal, jinete de la ciudad en vilo y ella que grita fijando su órfica muñeca cálida y febril como se ilumina el temblor dionisíaco y fantástico, fieramente desasida del tenebroso espíritu fugaces bacantes. Y ella, ballet gozoso del puñal, naufraga en las turgentes furnias de la música de los mesones de la tarde. Luego el aire, el seno repartido, el asombro descendiendo en la fijeza continuamente aterrada sobre el hielo descendido la perla engañosa del amor y su querella sempiterna en el instante más claro del remordimiento y el despojo.

Inocencia aparente, resaltada por los trazos rojos del marcador, que ponen al desnudo el acerado filo del certero mensaje agazapado entre las páginas de la obligada lectura de las tardes. “A veces pienso que no hacen falta palabras para complicarlo. Siempre he temido hacerlo. Me has dejado callar y has callado. Ya nunca seremos uno porque dentro de cada uno de nosotros se quedará guardado un pedazo de calor del verano pasado”.

Mira hacia el verano que alarga su hermosísima boca reforzada en la insidia del amor y del asco. Todo surge del tormento y la herrumbre glacial del pitagórico cuerpo acompañado de la Idea y el gozo spinociano de lo pleno y el arrepentimiento, la soberbia y la envidia y la tendida impotencia del acorde. La dulzura, el desamparo. Danza ritual petrificada en el aire con un muñón de sangre que coagula el instante en que se asume o se lee a sí mismo, desde adentro y por dentro. Desandándose todo como un escopetazo limpio y mudo, se adueña de las calles despobladas de sonrisas para que el viento o las sirenas con su aliento le soplen otros aires, otra música, que le permita tutearla y toquetearla sin piedad sin temor sin vergüenza de ella. Sin temerla ni engolarla: lapidaria, cruda, simple y fría como es ella, en un solo y contundente verso, tieso y único de esa soledad más grande que la vida.