René, Holguín y el placer de la virginidad

CONSTANZA, RD.- Estoy leyendo un cuerpo. Probablemente es virgen, todavía. En toda su extensión carnal, las palabras son esotéricas y eróticas, resbalan, saltan tras las rampas del sino conflictual, y aparecen quemantes, rehuidas hacia realidades yuxtapuestas; Olga o Julia, ambas desnudas, fuera de sus harapos reticentes, evanescidas en la metáfora de la erosión.

La bifurcación de estas esferas propone una doble geología verbal. De un lado René Rodríguez Soriano, varado en un circuito rotatorio, construyendo un fantasma, tocando pieles inexistentes, eros desencarnados. Del otro Ramón Tejada Holguín, con una erección verbal permanente, dando vueltas en la cama, vaciando la vida en un prolongado bostezo.

El primero goza la palabra además del estallido de sus venas. En él, la imago del ego transpone la frontera del vacío. La realidad y la ficción conforman el mismo plano, la brutal expansión que salta sobre sí sobrepasando sus contornos. Hombre y objeto en una misma realidad fluyente, sin destino inmediato. Julia se quita la máscara porque se quita el cuerpo: ahora mismo está diciéndote, que desde niña acostumbraba, con su abuelita, llevarle de comer a las palomas. Es presencia que encarna lo presente. René acude a sus transmutaciones: Julia es el símbolo de Julia: la trama síquica que logra redescubrirse en su inapelable fisiología textual.

En otro plano simultáneo, aparece líquida la esfera de lo real. No complementa. Va más allá de la atracción morbosa de la mitad perdida. Los esquemas platónicos se deshacen, aparecen apenas como realidad descontruída, banal en su apariencia, abriendo espacio al fantasma imposible del amor a través del cuerpo imaginado. De igual modo –e insombres, a juzgar por su apretada transparencia– los personajes renenianos se resuelven en una disolución continua. El contenido de la esfera espacial –sabemos que es ninguno– se disuelve en la materia de la otra esfera: Julia cambia de rostro, de máscara, de nombre, sin embargo a través de todas esas transmutaciones es ella: su no proximidad es la nostalgia: el cuerpo existe como algo diluido, recortado por brumas, diferenciándose en la voz, esa voz que se empecinaba en demostrarme y convencerme de que era cierto que ella era Julia; la misma que se inmaterializaba, incorporeizándose y elevándose ante mis ojos y desapareciendo de este lugar, donde nadie parecía haberse dado cuenta de nada.

Como vemos, este tipo de narrativa coagula en el lector una salvaje fronda de sentimientos, abriendo una fisura a la región fantástica. De aquí su carácter misterioso, opresivo y fatalista en que se enhebra lo dicho por Cortázar: lo verdaderamente fantástico no reside en las estrechas circunstancias narradas como en su razonamiento de pulsación, de latido sobrecogedor de un corazón ajeno al nuestro, de un orden que puede usarnos como mosaico en cualquier momento.

Pero no los mosaicos que usa Tejada Holguín en la construcción de sus relatos: en este no hay prescindencia del fastidio. En su obra la sensación de vivir aparece como ruptura y desamparo. Sus personajes tratan inútilmente de abolir el tedio, de llenar el vacío de sus perforaciones existenciales, pero no lo consiguen. Son personajes solitarios y sentirse solo –dice Paz– posee un doble significado: por una parte consiste en tener conciencia de sí; por la otra, en un deseo de salir de sí: es como suicidarse cortándose las venas: uno siente la vida escurrirse, pacífica, poco a poco, uno se libera del pensamiento, sólo se siente, se alivia, toneladas de miserias y mezquindades se desmontan de nuestras espaldas y entonces uno deja de ser.

En Holguín, la realidad es más real, más cruda, menos consistente. Tener conciencia de la realidad es aquí tener conciencia del vacío. De ahí la presencia de una apelativa sexualidad textual en un juego de múltiples facetas: un juego baladí, una tragibroma en la cual la conciencia solitaria se escinde o estalla bajo formas orgiásticas. El conflicto conduce rectamente a la burla, la farsa y el absurdo. Frank, sumido en una honda depresión –igualable sólo a la de un Oliveira– comienza a ejercitar su libertad a partir de un clamor perpetuo de insuficiencia, de insatisfacción: Bostezar es uno de los pocos placeres auténticos que nos es permitido. Es condición humana, bostezar es un sinónimo de libertad, de efectiva libertad…

Es el sentimiento trágico de la vida en un presente que se diluye, que busca la unidad a través de los yoes fragmentarios y sólo consigue restablecer la contradicción en una atmósfera sofocada por las agudas diásporas citadinas y sus aburrimientos perentorios. Los personajes holguinianos parecen monologar con su nada refleja en una experiencia totalizadora, prorrumpen, se adelantan a la muerte entre incongruencias y resabios: Me gusta sentirme yo –dice uno de sus personajes–, abrazarme, darme lo que me niegan…

En Holguín, los juegos verbales son juegos de máscaras que se transforman en transgresiones corporales y, a veces, etéreas: se apela a la ironía cuando se va a morir. “Su esencia es el tiempo sucesivo que desemboca en la muerte” (Paz). Por eso: No necesito preocuparme por un destino, por un punto de referencia que me meta de lleno en el mundo ordinario de las normales acciones humanas, en el toma y daca del simulacro existencial…

Al final de la historia, René es destrozado por las agujas de un reloj de arena, en tanto Holguín, desdoblándose en un largo bostezo, continúa palpando sus diminutas naderías. Sin embargo hay un punto en el que se alían estos dos autores: en el de la apuesta existencial, pero no en lo fantástico –ese viejo cadáver que Kafka tuvo a bien arrastra a la tumba– sino en lo subyacente que es el pacer y sentido, esto es, en la deflación de un cuerpo que Probablemente es virgen, todavía.

JULIO ADAMES, ESCRITOR. (Plural, Hoy. 30 de abril de 1994)