Carta A Un Lector De Antes De Ayer

(La hora de Una muchacha llamada Josefina)

Preciado lector de antes de ayer:

Espero que te haya gustado «Una muchacha llamada Josefina». Ese cuento de René Rodríguez Soriano que me encanta por el manejo juguetón de la incertidumbre del narrador y personaje y hasta cómplice que delata, “(no le crean)”, y que sólo alega saber de esa mujer traviesa que alborota lo material y lo espiritual y que además de tener muy buenas piernas y la mirada de la noche, huele a hembra deseable y se llama Josefina. Y…, ni qué decirte de la agilidad de la prosa que fluye como viento fino hacia el molino. Y esa trama que ondula sobre sí misma, como la espuma de la mar sobre las olas que no besan la playa, lo cual hace que la lectura ni se sienta. Llegas al final del juego, mareado. Y quedas con la inquietud de si la Josefina, con esas piernas tan rotundas y esos ojos tan negros, se va a filtrar en tu despacho o en tu alcoba ahora que tú estás y podrías verla y atraparla. Pero sería inútil. “Todos quieren tocarla pero se esfuma, al menor movimiento o asomo se escabulle, mansa como arroyuelo que se filtra por sus ojos –negros, creo que dije- que articulan una luz imperceptible para incautos y donjuanes de baja estofa.” Entonces, tienes que volver a leer para ver qué pasó. Cómo fue que el escritor te embrujó de esa manera… Y de los elementos que constituyen la historia; fíjate que se habla de economistas, consultores, consejeros de Estados, acuarelas, pianos, violines, libros, cines y mil toques de ciudad con su glamour y su vaina. Porque ese hacer de lo oficinesco un cuadro artístico, y de lo más admirable, es otra cosa. Dilo tú. “Esta mañana, muy temprano, penetró en mi oficina y descompuso todo el orden del día. Se llevó mis bolígrafos, borradores, un cartabón y todo el papel cuadriculado (dijo mi secretaria, que también dos carboncillos, un pliego de papel Fabriano, un set de pasteles y cuatro colores de la acuarela de Goico).” En qué capital no hay al menos un pintor o un arquitecto con su oficina y alguna pasante que no sabe traducir a un lenguaje entendible los recados que le dejan a su superior. Y ni que decirte de esas mujeres que vienen y no quieren hablar con ninguna asistente y lo que desean es verlo a uno, y adhieren cualquier sarta de evasivas o una retahíla de incoherencias para salir de la secretaria insistente que quiere saber si ésa es otra de las nuevas amantes de su jefe. Todo un mundo para desbordar la imaginación por cualquiera de los cabos que tú quieras desguindarte. Eso es un cuento. Un pasaje hacia todos los senderos imaginables. Pero no te confíes, que a lo mejor Josefina es tan irreal y de la misma estirpe que Laura la que baila sólo para mí. Y fíjate en todo lo que sabe la sigilosa Josefina. “Nunca los lee, conoce todos los versos, todos. Aun los nunca escritos por poeta alguno.” Y “es bailarina y sólo pueden percibirse sus pasos en El Lago de los Cisnes o en El Cascanueces.” Oídos y ojos con este René, que es demasiado cuentero y desde hace años maneja muchísimos elementos clásicos en su narrativa.

Los textos del autor de “Una muchacha llamada Josefina” no son para lectores mansos. “Como conformistas son los que no han visto nunca una huella de su delicado pie al borde de una gota de agua o no han percibido su aliento en el latido de un niño que vuela una chichigua a la orilla de una tarde de marzo. Incautos, no la conocen. Poco les importa.” En casi todas las narraciones de Rodríguez Soriano la poesía trabaja al servicio de la prosa que reclama credibilidad para el ente ficticio, “los que no han visto nunca una huella de su delicado pie al borde de una gota de agua o no han percibido su aliento en el latido de un niño que vuela una chichigua”. El escenario en que se mueven los personajes de Rodríguez Soriano es una caravana de paisajes que desbordan aun los espacios raras veces imaginables y se sitúan a un lado del tiempo, “un niño que vuela una chichigua a la orilla de una tarde de marzo. Quiénes son los personajes de esta historia. Ni de la descuidada Armanda, podemos confiarnos. Es esta muchacha llamada Josefina otra “Laura baila sólo para mí” capaz de perderse por el grifo del agua y coquetear con “un niño que la guardaba en su botellita de burbujas.”

En «Una muchacha llamada Josefina», he comprobado, pero no me lo creas, que los ludismos de René Rodríguez Soriano son increíblemente verosímiles, incidente por incidente, y hasta cómicos cuando rozan el abismo de los cuentos de hadas en cópula con el género policíaco. “Ayer, incluso, dos despistados detectives capturaron a un funcionario al borde de la cordura, que juraba habérsela arrebatado a un niño que la guardaba en su botellita de burbujas. Lo acosaron a preguntas. Lo llevaron al Congreso y, lelos, lo escuchaban cuando la describía y la desdibujaba con su paleta de colores. Qué risa daba, verlos allí tan enjutos y embebidos, mirando transmutarse (enano y funcionario) en sapo cantarín, subirse en el estribo y escapar raudo y tierno sobre el unicornio de la nada.” Nótese el desbordamiento de la imaginación que linda más allá del derroche de la aparente incoherencia. “Lo llevaron al Congreso” como si allí debían evaluarlo y no en una clínica psiquiátrica. Pero ese juego puede interpretarse como una crítica solapada a los senadores y diputadas que con sus ineptitudes personales y sus locuras partidistas no hacen más que entorpecer el desenvolvimiento del gobierno de cualquier nación. Muchas tramas de Rodríguez Soriano se urden en un ludir de ideas contrapuestas, “la describía y la desdibujaba con su paleta de colores.” Y ese juego semántico; el trastoque, el otro lado del orden convencional de la idea, “un funcionario al borde de la cordura,” como en eso de un vaso medio lleno de agua, o medio vacío de leche. Todo depende del optimismo de quien hable o escriba. En este caso, de la disponibilidad del lector.

Para disfrutar a plenitud la literatura de Rodríguez Soriano se requiere no poco de las manías del ludópata. La fluidez misma de su prosa es parte de la seducción que anestesia al lector distraído. En la construcción gramatical de cada oración o cualquier sintagma puede esconderse una mina; la cual explotará por sí sola, engañando al lector, o, que podrá ser desactivada, no al cabalgar de la vista sobre la página, pero al paso de la atención por cada línea. La trampa puede estar a la siguiente coma, o antes del próximo punto y seguido. Hay que mantenerse alerta a los esguinces del lenguaje. “Todos quieren tocarla pero se esfuma, al menor movimiento o asomo se escabulle, mansa como arroyuelo que se filtra por sus ojos –negros, creo que dije- que articulan una luz imperceptible para incautos y donjuanes de baja estofa.” Por dónde se nos pierde la ad-dafina Josefina que no se consume en sus brasas; sabemos que luego reaparece. En dónde se esconde que no deja el caparazón del caracol que se oculta del peligro. A los ojos de todos, esa muchacha llamada Josefina se refugia en la oscuridad de sus pupilas, “mansa como arroyuelo que se filtra por sus ojos –negros, creo que dije- que articulan una luz imperceptible para incautos y” una vez que nos permitimos olvidarnos de la “monda realidad” entonces podemos seguirle la pista hasta al “funcionario al borde de la cordura, que juraba habérsela arrebatado a un niño que la guardaba en su botellita de burbujas” y lo vieron “transmutarse (enano y funcionario) en sapo cantarín, subirse en el estribo y escapar raudo y tierno sobre el unicornio de la nada.”

Esa táctica juguetona de ir soltando información como al desgaire está muy lejos de no ser un atentado lúdico, sabiamente premeditado, para que al lector le queden muy pocas posibilidades de escapar o de inventarse otras reglas para el juego. Un cuento debe leerse como está escrito, no como a uno le hubiera gustado escribirlo. En «Una muchacha llamada Josefina», todos los cabos que atan la trama están ahí, aunque aparenten diluirse bajo el barniz de pinceladas invisibles. Pero sólo pueden ser advertidos después de varias lecturas minuciosas. Y quizás, bajo la lupa de El Genuinismo. O, después de haber perdido unas cuantas partidas con las cartas o las fichas en las manos, incapacitados para jugarlas. Porque el tahúr de las palabras ha barajado en un montaje de naipes para ganarle a todo aquél que no se despabile. El autor del juego jamás perderá. Todo el que acepte sus apuestas sólo podrá perder o empatar. Rodríguez Soriano no es un autor de literatura desechable. Quien alarde de haber leído cualquiera de sus cuentos, corre el riesgo de hacer el ridículo. Estoy a punto de terminar esta fe de lectura, y lo hago con la desazón de que me quedará mucho por decir de este cuento fantástico que me he atrevido a desarticular como un anatomista que no presta ya tanta atención al armazón del esqueleto, ni a la musculatura en sí, pero a la contextura de cada nervio y a los núcleos y mitocondrias de las escurridizas células que lo constituyen.

Qué quiere esa muchacha llamada Josefina que gusta descomponerlo todo y llevarse las armas del pintor y sus municiones…, que son los colores. “Se llevó mis bolígrafos, borradores, un cartabón y todo el papel cuadriculado (dijo mi secretaria, que también dos carboncillos, un pliego de papel Fabriano, un set de pasteles y cuatro colores de la acuarela de Goico). […] Acabo de saber también que ayer pasó por la televisión y la dejó en blanco y negro. Se llevó todos los demás colores. La radio suena opaca.” Ella quiere un retrato. No la imagen estática de su fisonomía sobre el lienzo, ni quiere verse como un arlequín de celuloide, y mucho menos oírse distante desde un fonograma a través de la radio. Josefina se quiere toda, viva. Toda ella en movimiento. Y cada una de sus risueñas apariciones será la provocación que conducirá al pintor a olvidarse de sus pinceles y armarse de palabras para convertirse en un narrador, si es posible oral, de las travesuras y coqueterías de esa muchacha esquiva, voluptuosa, de ojos negros y “cabellera cuidadosamente descuidada.” Aunque, al referirnos a la fluidez de literatura oral que se aprecia en las obras de Rodríguez Soriano no podemos remitirnos a la sencillez con que armaban sus poemas o sus tramas los bardos y cuenta cuentos de los tiempos anteriores al auge de la imprenta o a la casi desaparición del analfabetismo. Como ya apuntamos, la mayoría de los textos del autor de «Una muchacha llamada Josefina» requieren varias lecturas para ser comprendidos, al menos en esencia.

Te acuerdas de Macabea, la protagonista de A hora da estrela. Puede que sí. O, a lo mejor no. Y además, la personaje de Clarice Lispector es más bien una antiprotagonista. Fíjate que no tiene la sensualidad ni la belleza de Marilyn Monroe, mientras que esa muchacha llamada Josefina ostenta “las piernas más rotundas que Marlene Dietrich en sus mejores tiempos”. Y huele a cervatilla, a ese aroma del almizcle tan afrodisíaco que se alaba en Las mil y una noches, no al moho de la descuidada, inculta y enclenque Macabea, que con todo lo abandonada y humanizada que es sólo consigue que Rodrigo, el narrador de La hora de la estrella, la haga brillar como un astro luminoso en el momento en que ella se encoge en el suelo al asedio de la oscuridad de la muerte. Quisiera decirte más acerca de esas dos muchachas tan opuestas en apariencias, una ungida de la fragancia de los sueños, pero sin que se advierta ningún enlace onírico en la fantasía narrada desde el marco de la realidad, y la otra untada del lodo pestilente de la vida, aunque a veces ambas gustan del cine; pero es mejor no contarte tanto…, no vaya a ser que pierdas el interés en la una o en la otra, que son dos personajes inolvidables de la literatura universal. Sí, eso dije. Porque soy un lector atrevido. Y el cuento «Una muchacha llamada Josefina», de René Rodríguez Soriano, aunque todavía no se conozca tanto, un día lo empezarán a elogiar esos críticos que nomás hacen decir…, para que diletantes y presuntuosos repitan sus burundangas o, en el mejor de los casos, sus certeras apreciaciones. Porque la literatura es muchas veces cuestión de quién se disponga a leerlo a uno sin que oculte el placer de haber disfrutado en pocos minutos o en algunas horas lo que un escritor tardó meses y hasta años en orquestarlo y pulirlo. Sé que no te sorprenderías si te dijera que el nombre de la brasilera Clarice Lispector, una escritora de larga trayectoria, no sonó tanto hasta que el mismo año de su muerte se publicó su libro A hora da estrela, y luego se tradujo a varios idiomas, y más tarde se filmó la película The hour of the star.

En esta emisiva, aunque aludo las narraciones persas, sólo te he mencionado una autora extranjera. Porque la literatura dominicana tiene escritores para sustentarse en sí misma.

Y hablo de Lispector, a propósito de Macabea, porque pronto llegará la hora de «Una muchacha llamada Josefina», y para que entiendas lo ingrato que muchas veces somos con artistas que podemos topetarnos bajo la misma lluvia…, y sin paraguas, la mar de las veces. Por eso, estimado lector de antes de ayer, es bueno leer a los clásicos, muertos o vivos, pero sin descuidar a nuestros contemporáneos inmediatos para no morirnos tan desligados de la realidad de nuestro tiempo, y sin que hayamos aprendido algo nuevo que contarles a los difuntos literatos que nos esperan, ansiosos, por saber cómo vamos sus discípulos. Porque después de la muerte, la muerte. Y entonces no tendremos escape ni para lamentarnos de haber desdeñado el goce que más tarde intentarán disfrutar otros, pero jamás a plenitud. Porque la literatura está hecha de instantes que instilan las palabras. Y el lenguaje es como un reptil que va liberándose de sus camisas de fuerzas hasta que sus viejos códigos llegan a ser prácticamente irreconocibles para las generaciones futuras. Y además, qué ganamos con negarnos el deleite de cernir el presente y hasta sacarle provecho a las pepitas de oro que pululan, titilantes, como estrellas recién encendidas, del lado adentro de las veredas de nuestras playas.

El aprecio es el mismo…

JOSÉ LÓPEZ CAMPUSANO. New York, NY. 2 de abril del 2002