Rodríguesoriano: Un Artista Creativo Con Sus Poemas En Venta

Siempre lo había dicho. Una persona que se llamara René Rodríguesoriano –así, junto– era alguien poseedor de una imaginación con chispa votiva. Y en su último poemario, lo que hace René es, precisamente, experimentar con acierto sobre nuevas formas creativas a partir de lo inusual y, al mismo tiempo, llamativo y forjador.

Canciones rosa para una niña gris metal es el tercer libro de Rodríguesoriano y también una primera ocasión para acometer rupturas textuales y gráficas.

Ese ha sido el constante oficio de este joven, 32 años, fortachón y de personalidad agresiva sin poses de bardo con etiquetas.

Rodríguesoriano escribe desde chiquito, habiendo sido fundador de periódicos a mano y bibliotecas populares en su nativa Constanza, de donde salió un día para entregar su alma al retozo y bullanguería citadinas. Renunció a un destino vinculado a la siembra de ajo y cebolla que cultivaba su padre.

En el trayecto de Constanza a su tercer libro, el poeta escribiría artículos en diarios de una decena de números, estampó en un cuaderno sus poemas de adolescente y se dedicó a buscarle la quinta para a la literatura de siete vidas que le desafiaba y murmuraba.

Aspirante a seminarista, primero, y permanente articulista de escuela, René Rodríguesoriano –entonces con los apellidos separados– balbuceó las estrofas iniciales. La publicidad, absorbente, extractora de talentos, le pescó en río revuelto. Pero todavía puede René configurar su propio arte, siendo, como lo es, su propio cliente.

Editor de barricada

Finalizaban los tormentosos años 60 cuando René Rodríguesoriano y un inseparable grupo de amigos se dedicaron en Constanza a las actividades culturales. René dirigió un periodiquito llamado El Burrito. Sus ocho ediciones no le desanimaron a sacar luego El Ananké, que con suerte salió durante cuatro años. Después vino la formación de bibliotecas.

Un paréntesis, entre los catorce y los quince años, viene su ingreso al seminario de los franciscanos capuchinos, en cuyo enclaustramiento escribía a mano –como los frailes anacoretas del medioevo– otro periódico: El Seráfico. Su salida era tan austera como los monjes. Salía un ejemplar cada determinado período.

Volvió a Constanza, y mientras terminaba el bachillerato, se abultaban en un cuaderno tantos poemas como ganas de comer todos los días. Un día cualquiera, una muchacha se llevó el cuaderno y jamás se supo de ella. René cree que pudo suicidarse con el amargor de esos versos encandilados por las pasiones imberbes, y las cuitas recién estrenadas.

Ya, al despuntar los primeros años 70, René ingresó a la Universidad Autónoma de Santo Domingo, sin vocación definida, pero con aptitud probada en Artes, Derecho, Veterinaria y Periodismo. Se decidió por lo último, sólo le falta la tesis, pero su ejercicio ha sido tan esporádico y decepcionante que se ha quedado en la creatividad publicitaria, y compensando la venta de su talento con la escritura de poemas que no están en venta.

De Constanza con amor

En realidad, le hubiera gustado a René marchar directamente de la Constanza dominicana a la Baviera o a las orillas de Rhin. Aquella revista oestealemana (Scala), que recibía en la biblioteca, le ilusionaron demasiado a través de aquellos paisajes de campiñas wagnerianas, castillos solitarios del reino de Weimar o el bucólico cuadro de los bosques surcados por ensueños desdibujados por Goethe.

Pero vino directamente a Santo Domingo y, aunque todavía le quedan ganas de traspasar el Atlántico, los poemas de Rodríguesoriano recopilan vivencias urbanas de su época.

En la extraña Peña de cuatro que en la Cafetería de Humanidades había formado junto a Denis Mota, Pedro Germosén y Rafael Peralta Romero, el joven de esta historia leyó por primera vez sus poemas. En 1977, su poemario Raíces con dos comienzos y un final afincó de tal manera que hubo de ser reimpreso en 1981, después de su segundo libro, Textos destetados a destiempo con sabor de tiempo y de canción (1979).

Pasarían tres años antes de un nuevo alumbramiento literario. El anuncio de otro libro se pospuso por otros anuncios. En febril labor publicitaria, Rodríguesoriano ha estado elaborado textos para dócil el consumo. Todos los días era una faena de artes y oficio, hasta que halló aquellas fotografías en una gaveta de la publicitaria Young and Rubicam.

Pertenecían a una muchacha amiga, que las guardaba para su utilización eventual en anuncios de su tipo. Las fotografías revelaban el donaire de angelicales mozas de los años diez y veinte, tocadas de sombrerillos enjaezados con flores.

El aire virginal, etéreo, casi ensoñador de esas fotos provocó en Rodríguesoriano un raro deseo. “Algún día escribiré unos versos dedicados a la mujer, pero para vengarla”, fue más o menos lo que pensó. Sería un zumo de la vida en rosa, pero con renovadores ingredientes.

Hoy, tres años después, Rodríguesoriano volvió a la gaveta de aquellas fotografías románticamente rancias para adornar críticamente su último libro de poemas.

Con Canciones rosa para una niña gris metal, Rodríguesoriano intenta –y lo logra– desfigurar con sorna, elegancia y finura deslumbrante, todo lo que de mito ha vestido al amor desde el balcón que ha servido de tribuna para la afiligranada domesticación femenina.

Contraponiendo trozos de viejas y conocidas canciones de amor a sus propios versos, Rodríguesoriano extrae un lustre singular del contraste, desmitificando y colocando alternativa frente a la prosa cursi el verso fácil, la rima cansona.

Con su trabajo, ilustrado con fotografías de principios de siglo para castigar el pasado con décadas de futuro, el poeta logra reivindicar a la mujer como ser enjaulado en una madeja de sofisticada vacuidad.

Quien desee conocer nuevas formas de expresión poética en versos tonificados con palabras de una cotidiana verticalidad, debe aprenderse Canciones rosa para una niña gris metal. Sería como tararear el propio idioma, pero con la originalidad de llamarse René Rodríguesoriano.

JUAN DELÁNCER, PERIODISTA. (Última Hora, 24 de mayo 1983. Santo Domingo, RD)