Fatiga Con Fagot

Fatiga con fagot

Sentado al borde de la acera vi pasar a guachimanes, secretarias, tricicleros y cientos de afortunados peatones

Yo, que no tengo la imaginación de un Julio Verne para viajar veinte mil leguas submarinas ni el desenfado del tío Julio para darle al día la vuelta en ochenta mundos, intentaré contar las peripecias de mis casi cinco horas en un taxi que intentó cruzar de oeste a este la más vieja ciudad del nuevo mundo.

Advierto de antemano que salí sin mi azabache contra el mal de ojo, sin mi habitual resguardo de Belié Belcán, sin escafandra.

Todo empezó, tal vez, cuando esperé como un converso que, desde el seno mismo del «tapón», surgiera azul como un Mesías la unidad 673.

Sentado al borde de la acera vi pasar a guachimanes, secretarias, tricicleros y cientos de afortunados peatones que tuvieron la dicha de librarse de la versión vespertina del desgobierno de la mañana, defendiendo lo indefendible.

Llegó Javier. Parecería que, en vez de estar dentro del taxi oyendo a algún comentarista que escribe y habla como si ladrara o taladrara, venía de empujar el taxi por la cuestecita de la Lincoln con José Contreras, el pobre.

Era tanto el brillo que emanaba de su cara que, casi nadie se enteró del apagón que nos acompañó a lo largo y ancho del túnel de la 27. Sudado y todo, Javier me salió premiado; me puso al día con la ciudad y sus misterios.

Con periódicos viejos y dudosas servilletas un tipo aseaba dos blanquinegros cachorritos «de raza» que habrían de llamarle la atención a más de un niño, cuya contrariada y maquillada madre que, además de soportar una sinfonía de bocinazos y lisuras, tendría que negociar en chino con el tipo que, después del tuteo, el regateo y el mameo, la premiaría de seguro con un pedigrí que ya quisieran para sí los perros de abolengo.

Una mulata con su tongoneo mareaba la tarde y los piropos de los transeúntes, los agentes de tránsito se las agenciaban a su modo para organizar el caos.

Sostiene Javier que, cuando hay luz, la oscuridad ensombrece y trastorna como un trompo las intersecciones y los pasos peatonales.

Como una cuchillada, el sirenazo de la policía se mete medio a medio del tapón. No hay forma de escuchar a un caradura que defiende a los indignatarios del pasado, acaba de salir la Presidente en litro y ya en los pollos Victorina no hay pechugas, sostiene Javier.

Contra todos los pronósticos de metereología, yo había salido con mi terno de Clark Kent, desnudo de prejuicios, y vacunado contra pasmo y culebrilla.

Quería ir de librerías, juntarme con Maritza. Quería un café cargado sin azúcar. La tarde se ofuscaba en su delirio de petardo y regalía. Javier maldijo el genio del que urdió pintar con rayas blancas y amarillas los contornos del expreso.

Entre el rugir y rechinar de autos atascados, llegó como llovizna la melancolía. Las mujeres no entienden de ansiedades y antojos, sobre todo cuando se quiere guiso y no sopa de gallina vieja. Sostiene Javier que había comprado, en vez de una, dos.

El taxi se detuvo sin porqué, Javier tiró la puerta y echó a andar. Yo opté por sentarme nuevamente en la acera, a esperar que regresara con un galón de gasolina para continuar nuestro diálogo en el tapón.

Viernes 24 de diciembre del 2004 El Caribe