Viaña El Memorioso

El Memorioso

La imaginación es un potro sin freno que, si no se domeña campo a través, pisotea los sembrados

Acabo de dar cuenta de las 263 páginas de «La dichosa memoria», del peruano Eduardo González Viaña. Durante varios días anduve prendido a él como un llavero o talismán. Que yo recuerde -con el perdón de Borges que, a su juicio, sólo un hombre en la Tierra tuvo el derecho a pronunciar con propiedad ese verbo sagrado-, la fuerza o el deseo que me mantuvo aferrado a la lectura de este libro sólo es comparable a aquella devoción con la que esperaba cada noche la entrada de Manuelico por la puerta de la cocina para montarnos en su maravillosa alfombra voladora oral.
Desde entonces, considero imprescindible un Manuelico para cada niño del planeta; alguien que, por apenas una porción de cena, le ilumine noche a noche los caminos del sueño. Consiento que no era el Ireneo Funes de Borges, pero su memoria, arroyo manso y dulce, transportaba a uno con tanta gallardía por el mundo del asombro y sus alrededores. Ya quisieran para sí un territorio sin intervención y sin muletas los Tetris, los Pacman y los PlayStation de estos días. Pero éste no es el caso de esta crónica. Hablemos sin demora sobre la más bien prodigiosa memoria de Eduardo González Viaña. La imaginación es un potro sin freno que, si no se atina a domeñar campo a través, pisotea los sembrados y entra en conflicto con las alambradas, las regolas y rosales. En algún tramo del camino, González Viaña aprendió la técnica y la magia de embelezar a sus lectores. Al punto de convertirnos en oyentes, en participantes de lo que con soberana tranquilidad y con excelente administración de recursos lingüísticos nos cuenta. No importa que nos hable sobre el humo, las mariposas o los legisladores. Todo en él toma un decurso que nos inspira a seguirlo por los más absurdos pasadizos del azar, la cábala o la realidad.
Puede hablarnos de la rosa o los e-mails con la misma propiedad que va de El Cairo a los atardeceres de su natal Trujillo, en el Perú; de las navidades en Madrid o la llegada del otoño en Oregón. Leyéndolo -oyéndolo igual da-, al pasar la página uno siente que en la mecedora de al lado, mientras se balancea, nos cuenta sin apuros su rosario de historias y vivencias provincianas; convencido de que la distancia y el tiempo son estadios del recuerdo con los que a su antojo juega ese animal que domina como nadie ese recurso tan sagrado.
Yo no puedo, no estoy autorizado, a reproducir todo lo que sin andar buscando encontré en «La dichosa memoria». Tampoco tengo industria, en cierto modo la malicia, con la que Manuelico podía hacer que supiera a gloria hasta el odiado aceite de ricino. Tan sólo leo, convencido de que «el animal que lee se transforma en hombre».

Sabado 23 de abril del 2005 actualizado el viernes 22 de abril del 2005 El Caribe