No Quita Conocimiento

No se puede poseer al mismo tiempo
la noche inmensa y el sol…
Marguerite Yourcenar

Contenido

Y de repente tú, Isabel
¿Has tocado, realmente, una guitarra, alguna vez?
Como el agua que fluye
El domingo deja una nostalgia de paloma en la garganta
A veces la llovizna trae pichones que espantan la soledad
Las ondulaciones dispersas de un gato
Los santos inocentes
Guille cuenta cada cosa
Losing my religion
Perseguir a Rita
No llames, corazón
Manías de piro
Vivir de los recuerdos

¿Has tocado, realmente, una guitarra alguna vez?

Parece que gozara tanto con estar que no necesita ni tocar ni mirar…
C. Espinosa

Como diseñada para despertar pasiones se luce ahí toda ella, ensimismada de sí misma, inmensa como una isla, dormida en sus orígenes. No la debes tocar. No la puedes tocar. Mirarla puedes. Mirarla una y mil veces. Velar su sueño e internarte en sus vaivenes. Ir y venir por los meandros de su limbo sin que, ni por asomo, tu respiración o el roce de tus pestañas, generen molestias o ruido alguno.

Puede ser que suene una canción en la radio y que en la tele pasen un ballet, un ballet ya tantas veces repetido y que, por costumbre, por necesidad o por mandato de ni se sabe quién, levante el párpado izquierdo y se vaya con el grand jeté de la primera ballerina, se pierda en las furnias del sueño y el descanso sin mirar hacia atrás, hacia ningún lado, se va.

Como empeñada en despertar tus instintos, su agilidad dormida te invita a recorrerla. Te llama con pasión, te clama y te susurra que desandes sin premura su espacioso interior -al menos eso piensas, crees-. No sabes qué hacer. Los espaguetis, el vino, las canciones y la danza de la noche que se balancea desnuda, libidinosa y limpia por los recodos del placer apenas despertado, insinuándose, dejándose ir poco a poco y como si tal cosa.

Aún suena la canción, algunos arpegios de Paco de Lucía, Stravinsky, Los pirouettes, los balances y otra vez la primera ballerina allí, vista no vista, con el ojo izquierdo a medio abrir, un leotardo aquí, la malla, la zapatilla (¿rosa?), más allá y ese arabesque que nos roba el aire, el aliento sin compasión ni pena y vuelve y se va.

Como una tentación del cielo que te llama hacia sus llamas, te parece oír, sin saber desde dónde, esa voz que te seduce y sobrecoge:

–Si tienes sed de pasión, apágala con fuego.

Suave rasguea la melodía su trinar a ras de viento, parpadea en la tele el ballet sin anuncios, a contraluz, lento, muy lento, el párpado izquierdo se desdobla, se entreabre, medio se cierra, medio se abre, lento, muy lento, lentísimo, suave, como en adagio que no piensa ser andante y se detiene más en calderón y no hay corcheas ni semicorcheas, sólo redondas, muy redondas y lentas y acompasadas con el tiempo del párpado izquierdo que se abre, medio se cierra y vuelve a abrirse con más parsimonia y lentitud, lentitud que deja escapar la miel, mirada miel que, tan lento como viene, vuelve y se va.

Angelical, la voz te llama y te seduce. Te pide que rearmes tu armadura y te envalentones, deportivo y seductor, que te lances aguerrido y dulce hacia los más bravíos territorios del placer. Total, no sabes qué hacer con esas manos: ladrón y querubín, con las alas rotas y el cincel en flor. Dilema cruel que te trasvierte, se agota la canción, oyes la voz:

–Entrégate a la pasión de su atlético contorno.

Losing my religion

I think, i thougt, I saw you cry, but that was just a dream…
R.E.M.

Veo constelaciones de unicornios que galopan sin fondo sobre la maraña florecida del recuerdo, persigo la manada fosforescente, austral y tibia de Centauro y desgarro las memorias disolutas de Cellini, las enfango y hago añicos mil mitologías y leyendas, las entierro todas, las distorsiono todas y qué importa que a John Starks no le estén cayendo los tiros desde atrás de la raya o que Pat Riley se incomode una y tres veces con Anthony Mason o Charles Smith, si Oakley y Ewing están haciendo su trabajo debajo del palo; tampoco importa que allá arriba, en la ciudad antigua, hace aproximadamente unas seis o siete horas, caminando por la vía dolorosa, un par de tipos nos encañonaran con armas de alto calibre y nos conminaran a abandonar la idea de llegar hasta el Santo Sepulcro; nada de eso importa ahora, a esta hora de la madrugada frente a este plácido mar de Tel Aviv que, por momentos, se me confunde con los profundos y negros ojos de Clea. Importan los misterios, la ternura y los silencios compartidos, la sabiduría de los abrazos y todo el ardor y el fuego de la noche abismándose hacia el centro a través de la autopista del amanecer, un merengue perdido en el recuerdo o una flauta necia reguilando al fondo, allá donde la vista se niega a alcanzar. Importa Clea.

Es cierto que es un juego crucial, tanto para los Pacers como para los Knicks. La ventaja para New York es que Miller no esté tan efectivo esta noche y que ya, a mediados del tercer tiempo, Blackman y Davis hayan sido sentados con cuatro y cinco faltas, respectivamente. Josef es el único fanático de Indiana en esta parte del mundo, al menos en este grupo. En cambio, Favio, Leo, Jon, Alfredo, Noelia y yo estamos con los Knicks -Paul no dice nada, Boston fue descartado en el camino, ya no son los tiempos del viejo Bird, McHale o Johnson-, queremos que esta temporada la corona sea de ellos y el marcador los favorece (63-62) en este quinto juego con la serie dos a dos. Se caldea el juego y los tragos se dejan sentir. Afuera, la noche crece y hay más vino y canciones en el Bar Sadash (en New York, dentro del Madison Square Garden y afuera, en cualquier calle, en cualquier balcón, deben ser sobre las tres de la tarde). Hay que salir, la noche aguarda.

El sentido, el orden, es lo de menos, la ilación no tiene por qué seguir los viejos cánones. Hay un cassette perdido en un rincón del equipaje, un libro de versos y alguna carta que alguien envió para un amigo en esta punta del mundo. Todo puede esperar, pocas cosas importan porque esa muchacha clava los ojos muy hondo adentro de uno, hasta donde el vino no alcanza y Jon y Noelia, que también esperan que los que se quedaron les cuenten las incidencias del partido, vinieron hasta el bar para vivir en otra frecuencia todo el sabor de la noche. Y la música que nos enciende y cantamos…

–Havana Guila, nena, Havana Guila, veis mejá…

Y la canción envolviéndonos en su espuma vaporosa, sensual; la muchacha con su lycra negra ceñida, alta, delgada, labios carnosos y los ojos, cantando, mirando. El juego es un espacio ínfimo del recuerdo y New York, lejanos en el tiempo, la distancia. Poco importan los recuerdos, las dudas y los signos convencionales del lenguaje particular y estrecho. No hay fronteras. La noche universaliza los sentidos. Clea domina todas las fuerzas y el imán de sus ojos es la luz, el diccionario que lo descifra todo en un segundo, borrando inhibiciones y manías. Clea la dominante, guía, candil y diosa del espacio, inventando el mar, la suave brisa y la más leve sensación de ser o estar presente en este sueño.

La historia que conozco tiene su comienzo aquí, este bullicio me transporta sin visa a mis atardeceres tibios y sus muchachas domingueras, un mar como este mar, pero sin Clea. La ciudad con su ritmo tricolor, sus carnavales y ese diseño tan igual: la iglesia frente al parque, limpiando los zapatos antes de la misa de domingo y sor Inés, la tía Panchita, su rosario y sonsonete:»Los lagartos son los únicos seres que nos llevarán el agua que habrá de librarnos de las eternas llamas del infierno»; el padre Santisteban y Julia, memoria perdida, Che Canquiña, Dios. Clea lo ocupa todo, aquí los autos silban veloz la melodía del encuentro. (Noelia y Jon inventan otra historia a poca distancia). Las palabras pierden su estatura y el tamaño de las olas ya no asusta ni al musguito ni a la arena, el vino es una excusa pequeñísima, ruin, insignificante. Todo lo vivido en otras noches tiene tan poca importancia, se pierde en las sinuosas furnias del olvido.

Ahora importa Clea, universo de vaivenes y silencios, tacto como sierpe, fluctuaciones; ángeles y serafines lascivos y tenaces en la bruma y en las olas, reinventando el mundo y sus placeres más nuevos, fugaces, procaces, abanico que se incendia en mil suspiros. La noche bamboleándose en las olas y en las muertes sucesivas, territorio perdido y encontrado tantas veces, Clea y el sosiego, la falsa paz que no se firma por los temblores del pulso, lo inasible sin bridas y el silencio, la aparente calma, insinuación y júbilo emparentándose, mojándose, jadeando y balanceándose sobre la arena microscópica, ascendiendo y descendiendo hacia el finito cielo del placer…

–¡Deja de hacerte el húngaro, decídete!

Y veo caer sin rumbo ídolos y símbolos, (los géneros, como las cabras que propiciaron el encuentro de los rollos del Mar Muerto, ya son pasto de las termitas y el desdén). Me lanzo sin preámbulos, tenaz a la persecución más despiadada del momento. Nada importan a esta altura de la noche, mis íntimas creencias, intimidadas y mohínas, en tropel, se arremolinan, me abandonan, se van a contramano. Lo tiro todo por la borda y me abandono viento adentro, sin miedo, sin presagios y sin conciencia de mí mismo. Todo ha quedado, muy atrás. Roto el catecismo y los resguardos, la noche de esos ojos controla la ínfima fe que apenas late, me interno en ella a sabiendas de que jamás retornaré a mi yo, gris y desnudo.

(Un poco más allá, cinco o siete metros más allá, sobre la arena, Noelia y Jon -hablando no de los Pacers y los Knicks, precisamente- construyen y destruyen sin prisa y sin misterios arsenales de mitos y leyendas. La música y las voces, veinte o treinta metros más allá de ellos y nosotros llega sin presencia y sin partido. La noche es toda nuestra, íntima, gigante, sin medidas).

No puedo -no debo- continuar rondando periferias. La clara petición, el mandato no tiene desperdicios; el instante tampoco. Ya soy el elefante y, leve, decidido, como pluma, debo cruzar el ojo de la aguja y dejar que la anaconda vibre en mí, salvar distancias y obviar reparos. Olvidar. Nacer. Crear mil rutas de locura y sensaciones. Sentar mis reales en el más puro y franco desenfreno de mis fuerzas, latir a toda pulsación Clea adentro, no hay marcha atrás. Atrás quedaron mis remilgos, mis causas peregrinas, las que normaron mi existir y convicciones: manojo que ahora arde en hogueras de la ausencia, minotauro implorante ante las babas de Teseo. Erguido marcho ya por otros rumbos, soy verbo y luz ungido por las llamas de los ojos que hace un rato se posaron sobre mí en la puerta del bar, trastocándome pulso y pensamiento. ¿A quién le importa el final? ¿Y las canciones? Sólo sé quien la canta y me ha mirado, sin rodeos, convencida, me está mirando. Continúa mirándome. Baja de la tarima y mis ojos, fuera de su órbita, sólo tienen ojos para mirarla y volverla a mirar sin trazos de vergüenza o timidez alguna. Ignoro a todo el mundo que la mira. Miran su boca, su blanca dentadura y escuchan el susurro que es su voz, que abarca el aire, armonizando en haz tiempo y sonidos. Y sin embargo, no ven igual que yo, que soy el centro y el motor. Ella viene hacia mí, toda gestualidad, delgada y frágil. Culmina la canción. Nace el abrazo.

Los aplausos y las copas conforman el silencio deseado para sabernos con palabras: Clea y yo. Escasas las palabras. Retazos de canciones, babel reconstruida y ya han cerrado el bar (Noelia y Jon también buscan la mar, mudo testigo de este encuentro). Después de todo, queda mucha noche y mucho vino para recorrerla y decirnos todo lo que no hace falta.