La Confesión De La Aldea

¡Ah! ¡Divertirse con su muerte mientras la fabrica,
eso es el Hombre, Ferdinand!

Céline


Qué es una aldea sino ese lugar del que nunca nos hemos marchado. La aldea es la vuelta a casa, el íntimo esplendor de nuestra memoria irradiando melancolía. La aldea es una forma de virtud y el contraste con el paisaje que va desdibujando el desgaste del lápiz rodando sobre el asfalto.

Los apuntes nos recuerdan los viajes, porque sólo eso le es posible al ojo entrenado, anotar al vuelo, en vilo, las sensaciones, hacer algún garabato del asombro, esgrafiar las emociones. Es precisamente esta escritura suelta la que René Rodríguez Soriano nos entrega hoy en su “Apunte a Lápiz”.

Todo viaje a la aldea es el regreso al pueblo que una vez transitamos hasta sentir que nos asfixiaba su polvo tan cotidiano, que abandonamos cansados de ver las caras de sus gentes tan conocidas, de caminar por sus lugares tan visitados, de jugar en su parque barajando las sencillas aventuras de sus personajes.

Volver a la aldea es un ejercicio de valor y decencia, valor porque muchas de las cosas y de las gentes que dejamos han mudado ya su latitud, han cambiado sus dimensiones, han decaído sus reinos. Decencia, porque en ella aún están los ancianos, los campesinos, los pequeños delincuentes y todos esos instantes que una vez amamos y que al regresar se mezclan con los odios de entonces ya descolorados, con las agitadas pasiones ahora amortiguadas por la distancia y así nos va aconteciendo que la nostalgia nos impulsa a rescatar cosas insalvables, por escribir estos textos que nadie, ni siquiera uno mismo, se atreve a intentar salvar.

Este libro es una pequeña confesión, una muestra de que del pasado se escribe sin esperar nada. El hombre se ufana en decir que gobierna la tierra, los animales y las gentes, pero no es así, son ellos quienes nos dominan con su interna melancolía: “Era tan grande /
y tan pequeño ese espacio tan íntimo, / del tamaño del mundo, la sala de la casa.” (La vieja casa).

Estos versos-garabatos, terriblemente autobiográficos, ni melancólicos ni fugaces, apenas quieren ser la mirada retrospectiva de la niñez, del “pueblo poético» que nos vamos forjando a fuerza de carencias, y que inevitablemente terminaremos contrastándolo con el presente citadino:

“¡Qué hermoso se veía el mapa cuando
a la torva luz de una astilla de cuaba,
a pulso de acuarela,
con su boca ancha y su eterno tabaco,
sin guerras sin fronteras,
nos dibujaba un mundo Manuelico!

(Cuaba)

Entonces, quienes le conocemos pensamos en el René urbano, reconocido como uno de los escritores dominicanos que con más seriedad y empeño ha asumido la promoción de su escritura y la defensa de la literatura dominicana contemporánea. En el René ubicado en esa incómoda denominación de La Diáspora, en un hombre que vive ajeno al vaivén de las etiquetas y las generaciones.

No puedo dejar de mencionar la agradable sorpresa que me produjo ver a este veterano narrador, en esta oportunidad entregándonos estos textos caracterizados por asombrarse poéticamente en sus realidades más simples y puras. No voy a realizar un detalle de los rasgos constitutivos de la poética de Rodríguez Soriano, empresa que me colocaría en gran desventaja por ser sincero admirador de su discurrir narrativo; escasamente mencionar la idea de que el cosmos narrativo de Rodríguez Soriano nos remite a una gran complejidad y cierta sordidez, donde se mezclan ruptura, experimentación, erotismo, memoria urbana y grito esencia, en el universo poético de esta obra, tiende a una experiencia mas reposada y vivencial, pudiéndose saborear en sus versos los suaves matices de los temas y la emotiva evocación de sus mitos.

Precisamente, una de las figuras con las que el autor parece identificarse más, titula uno los poemas que más llamó mi atención. La imagen del «Tío Jengo», figura de un tiempo pasado que al interior del poema estatiza el tiempo del recuerdo y lo concreta. Con él, a mi juicio, tiene el autor su identificación más sincera:

“Si miro hacia el profundo y amplio verde
me pierdo en la mañana mansa y húmeda;
no hago otra cosa que mirarme en su sonrisa
sosegada ventana de la estancia:
franco, alto, encorvado y solidario.
Si vuelvo tras el niño de mis pasos […]
Del tamaño del puente, grandazas
e ilustradas , continuarán sus manos
desgranando la tierra, surco a surco.”

René en sus cuentos posee un estilo y un sello muy particular y no es nuevo verlo apreciando y manejando el paisaje campesino, como todo buen cibaeño. Los apuntes de la aldea permiten revalorar el espacio rural, donde se canta el sentimiento exteriorizándolo sin verguenzas y sin desdeño de la ciudad y su significado. Se trata pues, de un texto donde el aura personal y biográfica se utiliza para poetizar vivencias y realidades cotidianas con un lenguaje sencillo y pleno de profundidad en sus imágenes y visión de mundo compartido por todos los que sentimos en la médula de nuestra esencia la belleza de la provincia.

Puede existir acaso alguna delicia que sobrepase el lúdico goce del prohibido juego de amor provinciano de unos adolescentes escondidos en los matorrales cercanos a la vieja casa experimentando lo hasta ese momento desconocido. Con su texto “Morena”, cargado de sensualidad, la aldea es ahora un gran poema formado por esos recuerdos vinculados a lo sensorial de los primeros goces del cuerpo:

“todos los lunes venía la lavandera
con su hija,
la que un día, en lo más apartado
del cafetal del lado oeste del patio,
lavó mis ojos y mis fuerzas
en el pozo sin fondo de los suyos,
bañó mi sed recién nacida
y la enseñó a nadar plácida
y agitadamente feliz
en el remolino de sus aguas…”

El paisaje rural tradicional dominicano es protagonista esencial de estos trazos, sin dudas una relajante visita que Rodríguez Soriano realiza junto con nosotros a su pueblo más chico. Es una senda que conduce a una puerta, entrada y salida a ese mundo mágico del que todos nos sentimos llamados a entrar de manera curva una vez se establece nuestro recto recorrido por lo urbano.

Aquí está el campesino en su afán, las hileras de cultivos, los pilares de un mundo donde convive la inocente belleza de las flores silvestres con la pesada carga de las labores agrícolas y sus miserias. Las pinceladas de este texto no son homogéneas, las hay grandes y densas como las rojas flores de las amapolas y pequeñas y puntiformes, como añorados recuerdos en el fondo.

Entre los motivos que va abarcando en el grafito de estos trazos, se forma este universo íntimo y particular, y aunque sé que ni René ni ustedes me lo van a perdonar, muchas veces me da por creer como provinciano limitado que soy, que somos una gran ronda de poetas vernáculos, porque el habla cibaeña, tarde o temprano será reconocida como nuestro español vernáculo por antonomasia.

“ Sale como torpedo,
abriendo de un tajo el sinfín de la mañana.”

(Macorís)

Finalmente es oportuno recordar que “Apunte a Lápiz”, forma parte también de toda una tradición literaria que reconoce como las primeras experiencias de la vida (de quienes admiramos y amamos en la infancia) tienen la capacidad de permear nuestra escritura e influenciarla, aportando elementos de base, sobre todo, que nos permiten entender y establecer el contexto de la obra, los puntos de inflexión de una poética o la configuración y temática de hechos narrativos, como bien lo considera el escritor checo Rainer María Rilke al conceptualizar el «país de la infancia» como la primera patria del poeta.

“Brasa abrazada a mi recuerdo, ardiendo
leña seca, piedra y humo.
Fragua nutricia
en la que las manos de mamá
cocían los días con la avena y el arroz.
Fuego al que vuelvo cada tarde
a reencontrarme entre los míos.

(Fogón)

El espacio paradisíaco es el ayer que aparece mágicamente conectado a los personajes poéticos, ya sea que estén vivos o que hayan muerto. La realidad inmaterial está expresada en la fuerte referencia a los padres (a quienes se dedica la obra), al abuelo y a las cosas de la aldea que constituyen ese vicio de la memoria que es recordar para volver a sentirnos vivos, de mostrar la sensibilidad lírica a través del viaje poético que no es otra cosa que un «recordarme», volver a tener la vivencia, del pueblo – aldea-, de todo aquello que una vez fue el único universo conocido.

Manuel Llibre. Contrapuntos.net Santo Domingo, RD. 6 de setiembre 2007.-